Hay mucho más paralelismo que el que podría parecer a primera vista entre el cada vez más inescrutable brexit británico y el proceso independentista catalán y tiene que ver con la absoluta irresponsabilidad de muchos políticos de aquí y de allá.

Ambos procesos se han basado en una cadena de medias verdades, cuando no de descaradas y demagógicas mentiras, con las que políticos sin escrúpulos explotaron aquí y allí la frustración y la credulidad de mucha gente, creándoles ilusiones imposibles de cumplir.

A los británicos se les hizo creer que con la salida de su país de la camisa de fuerza burocrática de la detestable Unión Europea, el país recuperaría por fin la soberanía tan estúpidamente cedida por anteriores gobernantes a Bruselas.

Todo sería sencillo: Londres podría firmar al día siguiente acuerdos comerciales con el resto del mundo sin tener que acordarlo todo con el resto de la UE, la economía británica volvería a florecer y el país recuperaría la antigua grandeza imperial que tan bien refleja su himno "Rule Britannia, Britannia rule the waves!".

A los británicos se les ocultó cuidadosamente los enormes problemas que representaría el restablecimiento de la frontera comunitaria entre las dos Irlandas, una de las cuales dejaría de ser territorio de la UE si no se llega a un acuerdo en ese punto tan delicado con Bruselas, con el consiguiente riesgo de estallido de nueva violencia.

Como se los engañó al asegurárseles que con la salida de la UE no se perdería un solo empleo cuando la realidad es que numerosos bancos y empresas radicados hasta ahora en suelo británico han buscado mientras tanto nuevo cobijo en la Europa continental con la consiguiente pérdida de puestos de trabajo en casa.

O cuando se les dijo que los países comunitarios no tenían control alguno sobre la inmigración y tiene que abrirle de par en par las puertas cuando lo cierto es que cualquiera de ellos puede repatriar a un inmigrante al cabo de tres meses si éste no encuentra trabajo o medios de subsistencia.

O cuando se denunció el supuesto turismo sanitario de los europeos continentales que sólo quieren aprovecharse de la excelente sanidad pública británica cuando la verdad es que son muchos más los británicos que se benefician de la de otros países como España.

De modo paralelo, para los ideólogos del procés catalán, la España centralista es también una camisa de fuerza que impide el desenvolvimiento de la región más próspera y europea de un país que en muchos aspectos parece no haber superado el franquismo.

Y, una vez ganado el referéndum de independencia, aunque hubiera sido declarado anticonstitucional por el Estado, la Unión Europea no tendría argumentos para no aceptar al nuevo Estado nación surgido de la voluntad expresada en las urnas por un pueblo que sólo aspiraba a decidir sobre su propio futuro.

¿Cómo no iba a darle la bienvenida en su seno a la pacífica y democrática Cataluña como había aceptado ya antes a los nuevos Estados surgidos de un proceso mucho más doloroso en los Balcanes?

Los líderes del separatismo catalán prefirieron actuar como los avestruces y no quisieron pensar en la imposibilidad de que la UE aceptase un acto a todas luces ilegal sino también en el miedo del resto de los gobiernos europeos al efecto de contagio que una Cataluña independiente tendría en otras regiones con similares tentaciones separatistas.

Y ello no sólo en la propia España, con vascos y gallegos siguiendo el ejemplo catalán, sino también en otros Estados como la centralista Francia, con los bretones o los corsos, entre otros; en Bélgica, con Flandes, en el Reino Unido, con Escocia; en Italia, con el llamado Tirol del Sur, y así hasta crear un auténtico mosaico de nuevos Estados independientes.

Tanto en el brexit como en el independentismo catalán, sus impulsores cometieron un error imperdonable en política: subestimaron la fuerza moral y política del adversario y sobreestimaron ilusoriamente la de sus propios argumentos.