Al final todos regresan. El bar se convierte en el refugio de muchos, como los retornados que, aunque renieguen de su patria, acaban volviendo. Desconocidos que se emparentan en allegados; camareros que se convierten en médicos, arquitectos y futbolistas, porque en el bar todos sabemos de todo. Da igual que apoyes los codos en la barra y duelan por las migas de pan, lo que cuenta es disfrutar de la barra. Quién no ha crecido cerca de un bar, cantina o tasca, sin dejar de observar el movimiento de las butacas a través del hipnótico giro de 360 grados; el humo del cigarro los hacía más hombres, tanto como el whisky doble en vaso de tubo o la caña desparramándose por la barra. En los bares también se dan explicaciones con guiños sociológicos donde los expertos rompen estadísticas y elaboran nuevos perfiles. En ellos se gesta la política aristotélica, el seguidor de Maquiavelo y el adorador de Chomsky; también el simpatizante de Goebbels y los nostálgicos de Franco. Los bares han sido los únicos en hacer el trabajo que no supo culminar el Parlamento después de la Transición, poniendo de acuerdo a toda esta jauría ideológica alrededor de una mesa. En los bares de siempre no existen códigos, ni tampoco etiquetas; puedes ser tú mismo sin necesidad de conservantes ni colorantes. Nunca una cerveza o un refresco supo igual en casa que en la cantina, menos aún un bocadillo de chorizo. Nadie explicó mejor la vida en la cafetería que Camilo José Cela con su mágica obra La Colmena para retratar los perfiles y las vivencias de cientos de personajes que hacían grande a este espacio para el proselitismo, el vicio y el placer. En una mesa, Anselmo, el de El Tinglado de Santa Úrsula, departe amigablemente con Ancor sobre el existencialismo en el fútbol, con la sabia reflexión de ver cómo parados, pensionistas y contribuyentes apurados pagan lo que no tienen por ver a 22 multimillonarios corriendo detrás de un balón. "Yo soy canario de las ocho islas, nené", apostilla. Muy cerca, Agustín, apura el decimoquinto sol y sombra mientras le explica a su colega septuagenario "que dejen al tío Paco tranquilo donde está que el hombre también hizo alguna cosa buena y Pedro Sánchez está sacando tajada". A menos de un metro, el concejal de Izquierda Unida del pueblo lee de forma apaciguada dándose vueltas a la Palestina. Perico, que con solo 10 años se manda barraquitos de dos metros tira del bolsillo a su padre para pedirle que le dé un euro para la gitana que ofrece la manita de romero. De punta en blanco, con aire de dandi, André hace señas desde la entrada para indicar al camarero que le ponga lo de siempre; habla por teléfono dejando a su paso el halo de perfume de Dior: "En tangaleta a mi casa no entra nadie, que este es un hogar decente". En el fondo, se oye a Maximino, conocido también como Maximino Dutti, con su clásico: "Y a secas, mete una gallina en la parrilla y un sartén de papas, maestro". Saliendo del baño, Kalú, un senegalés que quiere votar a Vox, le explica a dos viejas que él no vino para quitarles el trabajo a sus nietos. Jugando al dominó, los procónsules y senadores del barrio hacen ya sus pronósticos para las elecciones de abril, con alguna sorpresa que otra y un voto de confianza al PSOE. Purita se acerca al bar a pedirle a Germán, el dueño, que guarde las llaves para el fontanero que tiene que arreglar algo en casa y ella se va con las amigas a dar un paseo. Para que luego digan que de los 260.000 bares que hay en España la mayoría no cumplen una función social y solidaria. Del que les hablo puedo decir que hace mención a su nombre: El Berberecho. Hasta los gatos vienen a probar estos moluscos de fino paladar. Incluso, antes de cerrar, deja los sobrantes de la cocina por si algún necesitado requiere de alimento. Pueden acabarse las ayudas, el trabajo o que te deje tu mujer o hombre, pero lo que no se puede permitir nunca es que cierren tu bar. Todos hablábamos con todos; nos daba igual quienes fueran, porque el bar es la vida sin piedad y con mucha ironía.

@luisfeblesc