Me contaron una vez en Estambul que había un señor tan poderoso que pensaba que su poder era eterno, infinito, único, como llegado de otra dimensión.

Este señor con tanto poder tenía un gran emporio, conseguido elaborando cotizadas sedas, y vivía en la ciudad turca de Bursa. Se le conocía en toda Turquía y en el Oriente Medio como el rey de la seda. Esta historia que les escribo sucedió hace al menos dos siglos, cuando la ruta de la seda terminaba o empezaba en Bursa.

El personaje en cuestión era bastante despiadado, autoritario y nada compasivo. Hombres y mujeres temían su sola presencia. Sobre todo era temido por sus trabajadores, que enfermaban nada más sentir ese olor que, siendo de jazmines, ellas lo percibían nauseabundo.

La mayor afición de este hombre malvado era acumular dinero, monedas de oro, artículos de lujo provenientes de saqueos de otros imperios y que él adquiría a los delincuentes de aquella época. Se podía pasar horas observando toda esa riqueza acumulada sin saber que era efímera. Sus ojos estaban enfermos de codicia y su familia lo detestaba.

En las muchas fábricas de elaboración de seda se trabajaba incansablemente y en condiciones infrahumanas. Este despiadado señor, desde lo alto, miraba y azuzaba a los encargados para que las hilanderas de las tétricas industrias y los antiguos telares no pararan nunca a costa de lo que fuese. Todo era manual, con un esfuerzo físico que llegaba a la extenuación, y jornadas de más de 15 horas de trabajo.

Un día de frío invierno una mujer humilde, trabajadora de una de las fábricas, llegó tarde al trabajo porque su hijo de apenas dos años estaba gravemente enfermo. El dueño, sin compasión, la expulsó de malas maneras a empujones y gritos. Ella resbaló y cayó en la fría nieve.

Una vez en la calle, la humilde señora miró al cielo y pidió clemencia, pidió justicia. El Dios en el que ella creía la escuchó, se compadeció y bajó a la tierra.

Y no tardó en administrar justicia divina. Ese mismo año comenzaron todos sus males. Las hojas de los árboles donde se alimentan los gusanos de seda comenzaron a secarse de forma fulminante y les entró una enfermedad que impidió que se convirtieran en crisálidas y dejaran los capullos con ese color dorado de donde extraían el tan cotizado tejido. Las crisálidas no se podían convertir en mariposas y no podían volar al infinito y así ocurrió lo más terrible: de repente desapareció la seda.

El hombre vio cómo algo tan sencillo y tan cruel como la desaparición de las crisálidas hacía que también se quedaran en silencio sus grandes y horribles telares y desaparecieron como por arte de magia sus posesiones y toda su fortuna, porque, en definitiva, eran efímeras, con fecha de vencimiento.

Los hijos del malvado señor lo aborrecieron y quien me contó la historia, mientras yo saboreaba un té de manzana, me dijo que el señor quiso seguir teniendo un protagonismo que los gusanos de seda y los hijos de un dios mayor se encargaron de que las crisálidas le quitaran para siempre.

A la señora que este tirano expulsó de la fábrica se le apareció una noche en sueños un ángel blanco, con unas semillas en la mano, y le dio indicaciones para que acudiese al hijo bueno del malvado turco y le entregara ese preciado tesoro que le colocó en el frío suelo de la humilde casa del barrio más pobre de lo que es hoy en día la ciudad de Bursa.

Esta historia sucedió hace unos siglos atrás. La señora hizo lo que el ángel aparecido le indicó y entregó las semillas al buen hijo.

El joven cumplió el encargo celestial que le decía que sembrase muchos campos de esa semilla, y vio incrédulo cómo crecían unas plantas desconocidas hasta ahora en esa región del Medio Oriente.

Una mañana de fina lluvia, el joven otomano se asomó a la ventana y divisó a lo lejos miles y miles de copos blancos que salían de unas plantas que con mucha fe habían sembrado. Eran tantos los copos blancos, que parecía como si en los campos donde la vista no alcanzaba su fin hubiese nevado toda la noche.

Se produjo el gran milagro. Nació la planta del algodón.

Las fábricas comenzaron a trabajar nuevamente y sustituyeron las crisálidas por aquella planta maravillosa del color del maná, como se narra en el antiguo testamento en un episodio parecido.

Los gusanos de seda volvieron a recuperarse de aquella terrible epidemia y la antigua ruta que iba desde Turquía a China se volvió a abrir con un mayor esplendor.

La última vez que vieron al avaricioso señor fue adentrándose en el mar de Mármara, vestido con una vieja túnica. El mar se lo tragaría para siempre. Y en el mar no hay crisálidas.

El buen hijo tomó el control de las fábricas que ahora eran de seda y algodón. La señora expulsada se convirtió en la madre y guardiana de la justicia en la producción del textil, el hijo de la señora que enfermó llegó a ser un gran investigador y hoy, del algodón de ese copo blanco, se viste casi todo el mundo.

En la vida, a veces los gusanos no se convierten en crisálidas, pero siempre hay alguien que nos ayuda a encontrar una solución.

En la vida, a veces aparecen ángeles que destierran el mal de los telares del mundo. No hay que perder la fe porque algunas veces la fe se convierte en algodón.

*Vicepresidente y consejero de Desarrollo Económico del Cabildo de Tenerife