Es tiempo de huesos y momias. De tumbas. De Franco o de Lenin. Los hijos de Laclau han sacado la pala para cavar en la historia. El cadáver del comunismo, fallecido en los ochenta, se estaba pudriendo. Pero para los teóricos marxistas no existe nada imposible. Gramsci fue capaz de explicar cómo los proletarios pueden conquistar la hegemonía social prescindiendo de los burgueses. ¿Pero cómo iba a sostenerse la lucha de clases en un mundo sin clases? Fácil: reinventando el lenguaje y el argumentario. La lucha ahora es de los chalecos amarillos o los monos blancos o los pensionistas o los jóvenes sin empleo... La lucha consiste en crear un discurso que envuelva y responda las demandas insatisfechas de tantos y tantos colectivos cabreados con un Estado del bienestar del que quieren tanto que parecen quererlo todo.

La derecha ha tardado bastante poco en darse cuenta de la existencia de ese terreno fértil para la demagogia. Y se han lanzado con sus propios gritos y sus propias palas a desenterrar la historia: Con Franco vivíamos mejor, los inmigrantes nos invaden y nos roban el pan, el aborto es un asesinato, las feministas están acabando con la familia y la igualdad... A cada acción política corresponde una reacción igual y en sentido contrario. En medio, aplastado, el sentido común.

Europa está en llamas. La gente que corre como un pollo sin cabeza, con una antorcha en la mano y sin objetivos, enseguida encuentra el liderazgo oportunista de los radicales. El objetivo es el poder. Y la manera de llegar es accesoria. El discurso es capaz de envolver como un bello celofán cualquier desatino. Por eso Italia está gobernada en una feliz alianza entre neocomunistas y ultranacionalistas de derechas. Por eso la izquierda apoya el derecho de autodeterminación y la independencia de Cataluña y la derecha la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea. No hay problema. La coherencia es un valor caduco.

El populismo de unos y de otros sabe que para llegar a los sistemas totalitarios con los que sueñan -a la democracia radical- es fundamental poner en crisis a la democracia liberal enfrentándola a sus muchas contradicciones. Han entendido el poder de las redes sociales y la capacidad de seducir a los insatisfechos con la expectativa de un mundo mejor que está más allá de las actuales democracias agotadas.

Los avances que la sociedad europea ha logrado en numerosos terrenos, desde la sanidad pública y universal al acceso a la educación, pasando por las leyes que apuntan hacia la igualdad entre mujeres y hombres o consagran la libertad de expresión, son despreciados por quienes manipulan el descontento y la insatisfacción. Los pueblos, como los peces, carecen de memoria colectiva a largo plazo. Y a la rabia de las nuevas generaciones les importa un higo que, apenas anteayer, toda Europa fuera una ruina humeante y un gran cementerio.

Pues asómense a la ventana y miren el mundo hoy. Las consecuencias de la demagogia son espantosas cuando se juega con el futuro de las naciones. La Europa de las democracias sociales de mercado ha logrado las mayores tasas de prosperidad y estabilidad de toda la historia. Es la economía estúpidos, como decía Carville. Es la economía liberal la que ha producido el despegue de China, aunque hacia el interior siga siendo un sistema totalitario. Es el comercio el que ha permitido el desarrollo de los pueblos cuando sus dirigentes han sido capaces de trasladar el beneficio a sus ciudadanos. Son el comercio y la democracia los combustibles que nos han hecho tener sociedades de bienestar frente a la pobreza de los regímenes tercermundistas.

Pero los principios del comercio y la democracia son cuestionados constantemente. Y puestos en riesgo desde dentro por grupos que trabajan libremente en su destrucción. Nada importa que tengamos el ejemplo de sistemas que han caído en las garras del populismo -sí, por ejemplo Venezuela-, para acabar convertidos en sociedades arruinadas y hambrientas. La historia y la actualidad nos enseñan, si queremos verlo, que, en determinadas condiciones, ningún país está a salvo de posibles derivas radicales que conviertan las libertades en una quimera. Puede pasar hasta en la rica Norteamérica, donde están por ver los daños que va a causar la presidencia errática y extremista de Donald Trump.

Es el tiempo de las momias. Y de los vendedores de crecepelo. Llevamos ya algunos años dándole el máximo protagonismo a los que hablan con ácido sulfúrico porque saben que así cuentan con la atención de la sociedad del espectáculo. Un fantasma de demagogia recorre Europa a lomos del quinto jinete del Apocalipsis: la prensa, la radio, la televisión y las redes sociales.