En las dictaduras, la adulación al que detenta el máximo poder es práctica inveterada, incluso por quienes no buscan alcanzarlo o mantenerse en él pero por lo común participan de manera entusiasta e incondicional en el coro de lisonjas a quien lo ejerce de manera omnímoda. La atribución a su persona de todo cuanto se proyecte o se realice, tenga el origen que tenga, es norma inmutable.

Un ejemplo de estos halagos vanos, y tardío en este caso, es la lápida que desde diciembre de 1976 proclama en la parroquia matriz de la Concepción que su reconstrucción se debió "a la decisión personal" del que fue jefe del Estado español durante cuarenta años, y, por si no fuera bastante, que "tomó a su cargo rescatar para la historia isleña esta joya de nuestro acervo artístico". ¿Se corresponden tales ditirambos con la verdad?

Hacia las ocho y media de la noche del 13 de noviembre de 1972, cuando no había transcurrido una hora de finalizada la misa dominical, a la que asistieron cerca de dos centenares de fieles, se desplomaron las naves lateral izquierda y central del templo. No ocurrió por muy poco una desgracia de dimensiones inimaginables.

Todo había comenzado un año antes. Sobre las once de la noche del 24 de octubre de 1971 se desprendió del artesonado de la mencionada nave lateral un tirante simple que hasta ese momento no había dado señales de peligro. El percance se atribuyó entonces, por los técnicos, a las vibraciones de la calzada por el paso de vehículos pesados a escasos metros de los centenarios muros de la iglesia lagunera.

Los preparativos para reparar el daño se pusieron en marcha inmediatamente. Sin embargo, dos días más tarde, la prensa informaba que "durante las pasadas veinticuatro horas la pared se ha inclinado peligrosamente y han surgido grietas", lo que llevó a apuntalarla inmediatamente con perfiles metálicos anclados en bases de hormigón. La amenaza de derrumbamiento, que parecía inminente, se dio por disipada.

Dos semanas más tarde, el seis de noviembre de 1971, comenzó la restauración, por la Dirección General de Bellas Artes (el templo es el primer BIC de Tenerife), con una asignación de cuatro millones y medio de pesetas para un proyecto que comprendía también actuaciones en la torre, el bautisterio y su capilla de acceso, la zona ajardinada de la fachada sur, y alguna otra. Las obras se dieron por finalizadas el viernes 10 de noviembre de 1972, a falta de la reposición del pavimento.

¿Qué ocurrió para que, en menos de cuarenta y ocho horas, los trabajos de todo un año se arruinaran en apenas unos minutos? Las cubiertas reconstruidas y las de la nave central, arrastradas estas por aquellas, se vinieron abajo, llevándose artesonados, columnas y arquería. Los técnicos achacaron ahora el grave suceso a la supuesta desintegración del fuste de una columna de toba roja.

Algo había fallado de forma estrepitosa, pero aunque se reclamaron -en la medida en que entonces era posible- el esclarecimiento de lo sucedido y la depuración de responsabilidades, todo acabó en agua de borrajas. La tapadera funcionó una vez más. Quedaron sin respuesta diversos interrogantes y no rodó ninguna cabeza.

En la reunión de urgencia del lunes 14, en una dependencia no afectada por el derrumbamiento, se abordaron fundamentalmente tres cuestiones: poner a salvo el patrimonio recuperable, evaluar los daños y reconstruir el templo. El primer asunto deparó momentos cuasi surrealistas, con propuestas tan bienintencionadas como disparatadas como la de proteger el bellísimo púlpito de madera labrada con una caja de bloques de cemento pretensado, que se rellenaría de picón ¡para protegerlo de la humedad y demás agentes atmosféricos! o, cuando se desechó la peregrina sugerencia, la de utilizar pacas de paja para el relleno.

Un cálculo aproximado de lo que costaría la reedificación fue descorazonador. No tardó en cundir el desánimo. Se empezó a temer por la desaparición de la parroquia matriz de Tenerife. Lo ocurrido con las ruinas de San Agustín se mantenía vivo.

En esas se estaba, entre el desconcierto y la incertidumbre sobre el futuro del templo, cuando se supo de un viaje privado del ministro de la Vivienda Vicente Mortes Alfonso a Tenerife. Llegó el 31 de diciembre del indicado año 1972. Se alojó en un hotel del sur de la isla.

Mortes Alfonso (Paterna, Valencia, 1921-Pamplona, 1991), ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, hijo de albañil y de madre de modestos agricultores, era muy religioso. Cuando marchó a Madrid a estudiar ingeniería conoció a Escrivá de Balaguer, que regentaba entonces una residencia estudiantil, la DYA, germen del Colegio Mayor Universitario Moncloa. Acabó por ser miembro del Opus Dei. Su carrera política comenzó en 1957 como director general de Vivienda. Ocupó luego la dirección general de Carreteras, fue a continuación subsecretario de Obras Públicas y con posterioridad comisario adjunto del tercer Plan de Desarrollo con López Rodó, hasta su designación en 1969 para la cartera de Vivienda. Cuando Carrero Blanco pasó a presidente del Gobierno, en junio de 1973, dejó el Ministerio y abandonó la vida política.

Al confirmarse la visita del ministro comenzaron a hacerse con discreción gestiones para conseguir que visitara las ruinas del templo siniestrado. La pasos que se dieron pueden resumirse en esta plausible secuencia: Antonio Izquierdo Barrios, comandante de Artillería y experto en cultivar amistades, presidía la junta pro-restauración del templo matriz. José María Méndez Alonso, delegado provincial del Ministerio de la Vivienda en Santa Cruz de Tenerife, mantenía con él estrecha relación. Pedro Doblado Claveríe, delegado del Gobierno en el Área Metropolitana de Madrid y persona muy próxima al ministro, se encontraba ese final de año en su isla natal. El prelado Luis Franco Cascón, religioso redentorista, había sido rector de la iglesia madrileña del Perpetuo Socorro, a la que solía acudir la esposa del dictador. El Opus le estaba agradecido a su orden por haberle cedido, no sin resistencias y reticencias, el oratorio del Caballero de Gracia, que regentaba la congregación de la que Cascón era superior de la casa madrileña y la Obra pretendía para iglesia suya. Hilario Fernández Mariño, lectoral de la catedral nivariense y vicario general de la Diócesis, se había significado por su habilidad y temperamento, pues, como buen gallego, solía tocar bien la gaita en cuestiones relacionadas con sus responsabilidades eclesiales.

El siete de enero de 1973, cuando el ministro se dirigía a Los Rodeos para regresar a la Península, la comitiva se desvió hacia La Laguna para visitar las ruinas. Se le hizo una cabal exposición del problema y de las obras que se ejecutaban, a cargo del Estado, de cuyo presupuesto sólo se había invertido la mitad del total previsto; la correspondiente a las actuaciones que habían causado con toda probabilidad el derrumbamiento. También, que parte considerable de la fábrica seguía en pie: camarín y salas adjuntas, sacristías, presbiterio y antepresbiterio, capillas de los extremos de las naves laterales con sus valiosísimos artesonados mudéjares, la de la nave central con el espléndido coro de madera labrada y su artesonado portugués, y el trascoro. No sería una reedificación desde los cimientos sino la rehabilitación de las zonas dañadas de un edificio en el que el Estado estaba interviniendo al producirse el siniestro y se encontraba bajo su responsabilidad y tutela. Esto lo entendió el ministro perfectamente.

De la visita salió el compromiso de una solución inmediata, para que la reedificación se iniciara a la máxima brevedad. Mortes Alfonso cumplió lo prometido; llevó al Consejo de Ministros de la semana siguiente, el del viernes día doce del mismo mes de enero, el texto de decreto de reconstrucción, el 112/1973, en el que, para evitar cualquier maniobra en contra, pues las pugnas entre las diferentes facciones del régimen eran cada vez más tensas y sabidas, especificó en el encabezado y en el apartado primero del artículo único de la disposición oficial, que las obras se harían "bajo el alto patrocinio de Su Excelencia el Jefe del Estado"; astuta fórmula para conjurar cualquier oposición o traba. Además, el Ministerio quedaba facultado para la contratación directa de los proyectos, obras y trabajos necesarios. Todo se hizo en siete días.

La prensa, al dar la noticia de la aprobación del decreto ministerial, subrayó la "ejemplar diligencia" del ministro y de cuantos, en las esferas insulares y estatales, habían trabajado conjuntamente para lograrlo. Las menciones al dictador se limitaron a resaltar -en aquellos momentos no podía ser menos- "el alto patrocinio" que se le atribuía. Pero en los círculos próximos al poder, y en los no tan próximos, se hizo viral, como ahora se diría, que al sugerirle el ministro dicho patrocinio, le comentó con su voz atiplada que solía asistir en esa iglesia a misa los domingos cuando era comandante general de Canarias. La confundió con la homóloga de la capital tinerfeña.

Está claro que de "decisión personal", nada de nada, y de que "tomó a su cargo rescatar para la historia isleña esta joya de nuestro acervo artístico", lo mismo. Sin embargo, al finalizar las obras en diciembre de 1976, cuando la democracia comenzaba a abrirse paso trabajosamente, un nostálgico más papista que el papa, que este periodista no sabe bien pero sospecha quién fue y por ello no da nombre, le atribuyó lo que los propios documentos oficiales desmienten de forma categórica.

Cree el periodista que no será necesario apelar siquiera a la Ley de la Memoria Histórica para que sea retirada la lápida que en la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de San Cristóbal de La Laguna mantiene la falacia de que su reconstrucción se debió "a la decisión personal" del entonces Jefe del Estado. Bastará con respetar la realidad incontrovertible de los hechos. La Iglesia católica, que se autoproclama maestra de la verdad, no puede menos que hacerlo sin demora, por coherencia con sus propias atribuciones. Lo contrario sería mantener una impostura en un lugar sagrado.