En una entrevista le preguntaron a Javier Muguerza si asumía como cosa propia la lucha de la izquierda española contra la dictadura franquista, y respondió: ?Hombre, sí, claro? Fue verdaderamente agotador conseguir que Franco se muriera de viejo y en la cama? Acabamos exhaustos?. Por supuesto que Muguerza fue antifranquista. Pero ese empeño que circuló durante años para situarlo en la órbita del progresismo político siempre resultó un poquito forzado. En la última mitad de los años sesenta y la primera de los setenta terminó por activarse una suerte de red colaborativa entre profesores y equipos departamentales para impulsar, desde Madrid y desde universidades de provincias, una resistencia ante la idiotez académica de la filosofía escolástica y sus penúltimos secuaces, y al mismo tiempo, introducir nuevas escuelas, enfoques, autores. Muguerza perteneció a esta fratría desde la Universidad de La Laguna, como desde otros centros lo hicieron Emilio Lledó, Carlos París, Gustavo Bueno, José María Valverde, Francés Gomá o Pedro Cerezo. En ese contexto, la mayor contribución de Muguerza a la destibetanización del pensamiento español fue introducir en el país la filosofía analítica en esos dos maravillosos tomos donde seleccionó, tradujo y comentó las mejores monografías de los más influyentes autores, de Bertrand Russell a J.J.C. Smart.

El maestro acaba de morir a los 82 años y empieza a recibir de cuerpo presente el inclemente chaparrón de elogios y ditirambos, algunos hasta ligeramente cómicos, un poco hiperbólicos, otros bastante desinformados. Es difícil vender periodísticamente la figura de Muguerza. Fue un filósofo apasionado y erudito, irónico y riguroso, pero apenas escribió para los periódicos ni le interesaba asomar las narices por la televisión. Su infinita cordialidad -su generosidad proverbial con los amigos, los compañeros, los discípulos- tenía un límite sonriente pero infranqueable: no intentes amortajarme con tu bandera. Hablar, por supuesto, lo que se quiera, porque la suya era una ética comunicativa con raíces kantianas que dedicó sus últimos 25 años de labor especulativa en dialogar con Habermas y con algunos de sus discípulos y que tenía como objeto -nada menos- dotarnos de las bases de una moral racional y universal. En ese intento interminable teorizó la importancia del disenso. La disidencia como imperativo ético que al mismo tiempo tensionaba y enriquecía los valores de una moral universalista. Una tarde lo entrevisté en el Ateneo de La Laguna, e insistió mucho en que la disidencia como imperativo ?no consistía en esa pesadez de creer que se tiene razón por oponerse insobornablemente a tomar el té, al salario mínimo interprofesional o a jurar la Constitución?. ?Cuando se mantiene una posición de disenso?, añadió, ?es para denunciar una situación injusticia e introducir un argumento político o moral para cambiarla? Se disiente para alertar y convencer al otro, no para mandarle a freír espárragos?.

Muguerza dejó ensayos de una inteligencia que jamás defrauda en su actividad incesante, en su lucidez, en su enorme curiosidad por todo lo que podría haber de intelectualmente estimulante en la filosofía contemporánea. Pero no escribió ninguna catedral teórica. Anunciaba libros que jamás publicaba. Fue alguien cotidiano y extraño, próximo y recatado: un hombre que fue plenamente feliz leyendo, pensando y escribiendo y un profesor excepcional dentro y fuera de las aulas.