Al contemplar la inmensidad de una noche estrellada es fácil que nos embargue una sensación de inmutabilidad. Durante milenios hemos observado los mismos asterismos, sobre los que nuestros antepasados proyectaron sus historias mitológicas. Pero nuestra perspectiva limitada da lugar a engaño, porque el Universo no solo está en constante evolución, sino que los eventos que tuvieron lugar en su infancia desencadenaron un vibrante proceso de transformación cósmica.

Durante los primeros 400 000 años tras el Big Bang el Universo no fue más que un denso y caliente plasma en expansión, una brillante sopa primordial de protones, electrones y fotones. Pero el enfriamiento de este plasma fruto de la expansión permitió que los electrones y los protones se combinaran para dar lugar a los primeros átomos. El cosmos se llenó repentinamente del elemento más simple, el hidrógeno, además de un fisco de helio y de litio. Y los fotones, a falta de electrones con los que interactuar, quedaron libres para circular en todas direcciones, enfriándose conforme proseguía la expansión y dando lugar al fondo cósmico de microondas. El Universo entró así en sus Edades Oscuras, una etapa en la que no se generó luz alguna y que hasta ahora ha eludido cualquier tipo de observación.

Pero ¿cómo se pasó de la oscuridad más absoluta a la radiante luminosidad de nuestro Sol?

Aunque el Universo temprano era notoriamente homogéneo, el fondo cósmico de microondas revela pequeñas fluctuaciones de densidad causadas principalmente por la materia oscura, el componente mayoritario en el cosmos. La materia oscura comenzó a aglomerarse por el efecto atrayente de la gravedad y arrastró consigo al gas de hidrógeno, que hasta entonces permeaba el espacio uniformemente. Las primeras nubes de gas primordial se formaron en los nodos de una estructura de pequeños filamentos en contracción, que se fueron enfriando paulatinamente al emitir radiación infrarroja producto de colisiones entre átomos y unas poquísimas moléculas de hidrógeno. Esta fase de enfriamiento fue fundamental para terminar de desacoplar la materia ordinaria de la materia oscura: mientras el hidrógeno se asentó en una estructura parecida a un disco grumoso en rotación, la materia oscura, incapaz de perder energía, permaneció dispersa en un halo mucho más extenso.

Aproximadamente cien millones de años después del Big Bang, cuando estas nubes de hidrógeno alcanzaron suficiente concentración y temperatura, nacieron las primeras estrellas. Pero la formación de esta primera población de soles fue dramáticamente distinta de como se desarrolla hoy en día. Una estrella requiere del delicado balance entre el efecto atrayente de la gravedad y el repulsivo de su propia presión gaseosa y de radiación nuclear. Aun siendo capaz de enfriarse, el hidrógeno es un gas que lo hace con una eficiencia particularmente baja. Así, las primeras proto-estrellas que germinaron en las nubes primordiales tenían una densidad considerablemente baja—tanto, que hubieron de acumular muchísimo más hidrógeno en sus capas exteriores para poder iniciar la fusión termonuclear en su interior. Por el contrario, estrellas de generaciones posteriores como nuestro propio Sol contienen pequeñas pero importantes cantidades de elementos más pesados, como carbono y oxígeno. Estos ‘metales’ (así llamamos los astrónomos, en un alarde de pereza, a cualquier elemento con más protones que el helio) ayudan a enfriar el gas de manera más eficiente, de forma que la nube de gas en colapso puede contraerse lo suficiente como para que la estrella se forme con una masa similar a la del Sol. En comparación, los modelos predicen que las primeras estrellas sin metales tenían masas mucho más elevadas, típicamente en un rango de 10 a 100 masas solares, ¡y quizás incluso mil veces mayores!

Una propiedad importante de estos mastodontes estelares es que la producción de energía nuclear es menos eficiente en ausencia de metales. Así que la fusión solo pudo tener lugar si la estrella era colosalmente caliente, alcanzando temperaturas superficiales de 100 000 grados, una cifra 15 veces superior a la de nuestro Sol. Como resultado de estas temperaturas tan elevadas las primeras estrellas del Universo brillaron principalmente en el rango ultravioleta. Esta radiación es tan energética que fue capaz de arrancar de cuajo los electrones de los átomos de hidrógeno circundantes, creando una burbuja de gas ionizado en expansión. Más y más burbujas brotaron alrededor de cada nueva estrella, y al amalgamarse se dio por completada la ‘reionización’ del medio intergaláctico cuando el Universo tenía una edad de mil millones de años.

La importancia de este gas ionizado radica en que es incapaz de formar nuevas estrellas, de forma que desde entonces solo una pequeña fracción del hidrógeno, aquella que ha vuelto a enfriarse en el seno mismo de los halos de materia oscura, es capaz de contribuir al crecimiento de las galaxias. De hecho, se piensa que la luz ultravioleta emitida por las primeras estrellas pudo haber suprimido en gran medida la formación de nuevas galaxias extremadamente pequeñas.

Aunque este escenario de formación de las primeras estrellas es atractivo y tiene un sólido fundamento físico, los detalles no están ni mucho menos confirmados. La razón: ¡nunca hemos observado una estrella de primera generación! Y es que los modelos predicen que las estrellas muy masivas tuvieron vidas muy cortas, a lo sumo unos cinco millones de años. Tras una existencia breve pero increíblemente intensa, se espera que mayoritariamente terminaran explotando como supernovas—expulsando así los metales resultantes de la fusión nuclear ocurrida en su interior y que serían los ingredientes de futuras generaciones estelares. La detección directa de estas primeras supernovas es uno de los principales objetivos científicos del telescopio espacial de 6.5 metros James Webb, que será puesto en órbita en 2021. Su potente ojo nos permitirá echar el primer vistazo al amanecer cósmico, donde reinaron las superestrellas.

Rubén Sánchez Janssen es un astrofísico lagunero que se licenció y doctoró por la Universidad de La Laguna, con un proyecto de tesis desarrollado en el Instituto de Astrofísica de Canarias. Tras estancias postdoctorales en el Observatorio Europeo Austral (ESO, Chile) y el Instituto de Astrofísica Herzberg (Canadá), actualmente forma parte de la plantilla del Observatorio Real de Edimburgo, en Escocia. Allí divide su tiempo entre el desarrollo de nueva instrumentación astronómica para grandes telescopios, como el ELT, y el estudio de galaxias y sus cúmulos estelares.