Vigo y su ría, de igual manera que sucedió con las plazas canarias, sufrieron a lo largo de los siglos continuos episodios de saqueo y pillaje por parte de piratas y corsarios al servicio de la Corona británica, como también fueron objetivo de los anhelos de conquista y expansión de la vecina Portugal. De ahí que aún conserve, como testigo de historias pasadas, los restos de la antigua fortaleza de O Castro, una construcción del siglo XVI, levantada en el monte del mismo nombre, que junto con las murallas (hoy desaparecidas y que ahora se pretenden rescatar) y la fortaleza de San Sebastián representaban el sistema defensivo.

La ciudad, cuya denominación procede del latín "vicus", que significa aldea, ofrece desde este singular emplazamiento unas vistas privilegiadas de la ría y del núcleo fundacional, cuando la mirada se pierde hacia el norte, y de las estribaciones de la cordillera del Galiñeiro, al sur, esa barrera natural que separa Galicia del cercano territorio lusitano.

Pero acaso sea el Pazo de Quiñones de León, que así se conoce a las casas solariegas y tradicionales galllegas, uno de los mayores atractivos que encierra la ciudad de Vigo para quienes le rinden visita. Aunque "adornado" de mucha menor polémica que el de Meirás (aún bajo propiedad de la familia Franco), lo cierto es que en su tiempo tampoco se sustrajo a problemas de titularidad.

Fue el caso protagonizado por su última residente, la aristócrata inglesa Lady Marianne de Whyte, viuda del noveno marqués de Valladares, quien falleció a la temprana edad de 31 años sin dejar descendencia. Tras su muerte, la propiedad retornó a su padre, el marqués de Alcedo, que decidió donarla a la ciudad de Vigo con la condición de que albergase espacios públicos.

Pero la noble inglesa, en calidad de usufructuaria, seguía disfrutando de los placeres del pazo en compañía de su segundo esposo, hasta que acordó su cesión definitiva con el ayuntamiento de Vigo, eso sí, bajo el pago de 120.000 pesetas de la época. Todo un pico.

En origen, en este lugar se alzó la antigua Torre Lavandeira, que fue pasto de las llamas a causa de los ataques portugueses, hasta que en 1670 el general Juan Tavares acometió una primera reforma, a la que seguiría una segunda en el siglo XIX, que es la que le da su aspecto actual.

Un pazo gallego no es tal si no cuenta con una capilla, un palomar y un ciprés, elementos presentes en este edificio, que en 1937 se abrió como Museo Municipal. Gracias a las pinturas donadas por el indiano Policarpo Sanz, y a las aportaciones posteriores del Museo del Prado y del Reina Sofía (franceses, un apunte de Goya y autores gallegos), además de mobiliario, jarrones, tapices o vajillas que, junto con un ala dedicada a la arqueología, con restos de cultura prerromana y romana, mantiene un cierto nivel expositivo que completan los excepcionales jardines, de estilo inglés y francés, que circundan el edificio del pazo.

Y volviendo a los fortines, Vigo también cuenta con un lugar que representa una seña de identidad de la ciudad y un poderoso atractivo: el estadio de Balaídos.

Ayer, en partido disputado ante el Valladolid, los celestes no supieron resguardar su botín y desperdiciaron claras ventajas para terminar igualando. Y dicen que pudo ser cosa del fuerte calor, de la modorra. Lo cierto es que Balaídos no fue ayer una fortaleza.