Te dicen que la idea es vestirse de blanco y tirar polvos talco. Es la primera vez que acudes y dicho así te parece una chorrada. "Dónde me voy a meter", piensas mientras embarcas casi sin ganas y embullado por "la peña" en el barco de Fred Olsen. Destino: La Palma. "En dos horas llego y luego ya veré. Total...". Y es verdad. El cronista se pregunta cómo contarle (a usted que lee) qué son los indianos. ¿Sabe?, se me ocurre una cosa: es una fiesta con muchas historias diferentes repartidas por cada rincón de una ciudad con una guasa propia y un personaje único. Reconózcalo, ya suena distinto.

La Negra Tomasa llegó al puerto de Santa Cruz de La Palma cerca del mediodía. El desembarco era antaño un acto residual, de los que alguien ponía en el programa y "nadie" se enteraba. Ahora, por la idiosincrasia de la propia fiesta, más matinal si quieres disfrutar de lo genuino, es un evento notable.

Un barco trasladó a Sosó desde el muellito de pescadores al dique de atraque. Allí lo esperaban unos miles de indianos, un grupo con música cubana... Antes de tocar tierra ya estaba bailando. Siempre dice "máquinaaaaa". ¿Por qué?, no lo sé. Hay cosas que es mejor no saberlas. Debe ser su grito de guerra. En puerto estuvo una media hora, quizás algo más. Es, no lo olvide, un hombre de avanzada edad metido en un traje de mujer que se mueve como un joven de 20. ¿Se cansa?, claro. Pero desprende fuerza, empuje, sentimiento por cada cosa que hace. Es un elegido. De esos que nace uno cada veinte generaciones.

El acto fue bordado, elegante sin ser pastoso, con la duración precisa, con la planificación adecuada... pero para qué los voladores al acabar. Uno ya no sabe si estaban programados, ¡por Dios, que sea que no!, o si alguien apareció por allí y le dio por lanzarlos. Mejor pensar lo último. Sin querer ofender, los indianos no es, nunca lo ha sido, una fiesta de campo ni una verbena con tres orquestas y un quiosco de churros.

Por cierto, cuando el indiano novato, aquel que dudada en venir, se bajó del barco, se encontró de frente con La Negra Tomasa. "¿Y eso qué es?", se interrogó en alto. Lo primero en salir del Fred Olsen fue un camión de bomberos (no era una ambulancia, ¿verdad?). Hizo sonar la sirena, detrás una fila interminable de coches con las bocinas a todo meter. Fue un gesto natural. De los que nacen y al cronista, al menos, se le quedan grabados.

Traslado del muelle a la plaza de España, con el tiempo justo para tomar las primeras, pongamos que botellas de agua. Te encuentras que el corazón de la ciudad estaba acordonado. Es la primera vez que al indiano se le cierran puertas y se le teledirige desde primera hora. Hasta el año pasado podías pasar calor, que te tocaran, sufrir alguna pisada, gritar como nunca de felicidad en medio de la multitud sin que nadie te identificara...

Los planes de seguridad modernos marcan, vistos por un simple vecino, pautas sobredimensionadas. Solo se podía acceder a la plaza subiendo por la calle Real. Ni tan siquiera bajando por la avenida del Puente, tampoco por detrás de El Salvador. No te dan ganas de ir. Demasiadas vías de escape y desde muy temprano. A lo mejor es válido para prevenir un ataque terrorista y, si ya vas un poco más lejos, una invasión alienígena... En serio, ¿no nos estaremos pasando?

Allí se desarrolla el acto principal de los indianos. Bueno, para qué engañarse, tampoco es que le queden más. Y salió bien. El año pasado fue un desastre. ¿Se acuerdan?, dejaron a "Sosó" esperando a mitad de la escalera. Un desbarajuste de esos de "tierra trágame" que se ha sabido ajustar de forma sobresaliente. Juanjo Neris no se enrolló ayer en su discurso, lo que se agradece y no sabe de qué manera, porque la gente en la plaza no está para sermones; la Conga de Fran Medina y la salida de la Negra Tomasa estuvieron acompasadas y el tiempo en escena del protagonista del acto, "medido" por Toño Castro, no se prolongó. "Sosó" pudo mostrar su arte, con espacio suficiente para poder moverse sin agobios, mientras abajo, en la plaza, los indianos podían casi tocarlo. Ni soñado quedaba tan pintado... a pesar de los excesivos controles en los accesos.

Además, hubo un recuerdo para Antonio Gutiérrez, un indiano de toda la vida (y más alla) fallecido en mayo de 2018. Recordar a un hombre bueno no es baladí, es un acto generoso que engrandece a la fiesta y a su gente. Le da un toque de humanidad.

¡Un momento! Que luego sigo escribiendo y se me olvida. El indiano del barco ya llevaba un sombrero. La ropa era simplona. Eso de llevar tenis con una camisa blanca del "99" es mejorable. Pasa por ser la primera vez, pero para la próxima, traje de lino, chaleco y corbata pajarita haciendo juego con los tirantes. Se movía entre la multitud a la mitad de la plaza. Cerca del padre Díaz. Ya había entendido, espero que se comprenda lo que insinúo, que en cada rincón hay una vida por descubrir.

A partir de las dos y media, cuando Sosó acabó en la plaza de España, la fiesta tiene menos relato. Es más lineal. Primero, es la hora de la comida. Los indianos tradicionales tienen sus reservas en los establecimientos y sociedades de toda la vida. El resto, se mueve por el entorno.

Los bares mantienen la música cubana, por orden "ministerial", y en la plaza de la Alameda hay una actuación en directo. ¿Se fija?, son cosas que se cuentan de un tirón. Sin pararse en ninguna de ellas.

Un par de horas después, que comer comemos todos, el cronista recorrió la ciudad. Son de esas vueltas de las que se saca contenido. En plena Calle Real, el Cañón de Polvos. Son un grupo de indianos, la mayoría peinan canas, con un artefacto de considerables dimensiones que cargan para lanzar el "oro blanco" a diestro y siniestro. Más abajo, a la altura de la zapatería de la Campana, apareció el mismo hombre de cada año que carga con lo que simula ser una cámara de una televisión caribeña. Mire, no olvide una cosa, los indianos en Santa Cruz de La Palma se nutren de personas anónimas, que se visten en su casa, en silencio, sin pedir nada a cambio. Sin ganas de molestar. Merecen ser reconocidas.

El reparto de polvos se lo han "cargado". Puede parecer una tontería, pero era diferente. Tradicional. Julián se subía en el camión y lanzaba miles de botes. Te daban hasta en la cabeza. Tranquilos, a nadie nunca le pasó nada. Con esto de la seguridad. De aquí, de este acto, salían fotografías de los indianos que recorrían el mundo. Lo patrocinaba una empresa privada, que ha decidido que con los nuevos tiempos merece apostar por otra publicidad. Tampoco el ayuntamiento ha asumido el gasto. La vida.

El programa de actos continúa manteniendo el pasacalle por la calle Real hasta la Alameda. Uno ya no sabe si pensar que lo ponen para el cachondeo. Antaño, cuando el Bar Quitapenas era una referencia en la ciudad, el ascenso por la vía comercial más importante de la Isla era lo mejor de la fiesta. Ibas con un amigo y llegabas cuatro horas más tarde unido a un grupo de veinte personas que te encontrabas por el camino y que nunca habías visto en la vida. O casi. Saludabas hasta al vecino que llevabas una década evitando en la escalera. Mejor no mirar tanto para detrás.

La realidad ahora es que la fiesta por la tarde está desbordada. Por culpa de nadie. Es así. Antes éramos 2.000 y ahora dicen que 60.000. Que seguramente (seguro) la cifra está inflada. Ayer parecieron hasta menos. Ahora bien, si se quiere llamar desfile a un aglomeración de miles de personas, llámenlo así. Para ser justos habría que poner: "A partir de las diez, botellón". Y así nadie se siente engañado. Ni siquiera el indiano del barco.