EN UN ARTÍCULO, de curioso e interesante contenido, en el que da muestras de su prodigiosa memoria mi muy querido amigo, antiguo compañero de Milicias Universitarias y asiduo colaborador de este periódico, José María Segovia, elogia y se adhiere a la defensa que mi compañero de oficio y de columna Andrés Chaves hace del ya popularmente conocido gallo de la Rambla. El pecado de esta ave, que vive en el jardín de una de las casas de este singular paseo, es cantar como todos los gallos, pero este lo hace de forma digamos antirreglamentaria, o sea, que no se le oye al amanecer, como es costumbre, ni cuando termina el día ni cuando canta un colega, sino cuando le dan ganas de cantar; canta sin ajustarse a reglamentos ni costumbres, y ahí te queda eso, lo que provoca la protesta de parte del vecindario, el cual pide a su dueño que lo retire del jardín o que lo "defuncione".

Yo me uno a Andrés y a José María para pedir que se respete la vida de esta ave y que cante todo lo que quiera y cuando quiera e, incluso, que se le mime si es posible. Es verdad lo que cuenta José María sobre la costumbre de las casas de Santa Cruz, que entonces no eran de pisos, como ahora, de tener en la azotea gallineros y palomares. No se trataba de conservar aves para comérselas, que sí se hacía en el campo, sino de criar gallinas para recoger los huevos y gallos para "acompañar" a las gallinas.

El caso de los palomares fue distinto y no abundaban tanto como los gallineros. Algunos eran aficionados a la que llaman colombofilia, cuidaban y entrenaban palomas mensajeras y era grato contemplar esas bandadas de palomas que volaban sobre la ciudad y retornaban luego a sus palomares. Claro que las palomas precisaban un trato distinto y una ocupación continuada. En especial las mensajeras de raza, que intervenían en concursos y pruebas.

En mi "hotelito", que así llamaban a esas casas terreras que aún se pueden ver en la calle Duggi, mi padre tuvo un gallinero pero no un palomar. Yo subía a la azotea cuando tenía unos diez años o así y recogía los huevos que ponían las gallinas. Pero a mi padre le regalaron un pollo que resultó ser un gallo de pelea, y cuando creció no había quien se acercara a aquel gallinero.

Sin saber cómo, andando el tiempo, los gallos dejaron de cantar, porque los gallineros desaparecieron de las azoteas o fueron las azoteas las que ya, en las casas de pisos, no se usaban para gallineros. Tengo reuerdos de mi niñez en San Sebastián de La Gomera. En aquellos amaneceres se escuchaban verdaderos conciertos de cantos de gallos, que formaban parte inseparable del paisaje. Luego pasaron los años y recuerdo que, estando en el parque de Canaima, de Venezuela, volví a oír cantar un gallo. Ahora, en el caserón del "Monasterio", de Los Realejos, sede del conocido restaurante, puede oírse a alguno de los gallos que hay sueltos en aquella casona. Un acierto indiscutible que hay que agradecer a los responsables en ese establecimiento.