1 .--A través de un cuadro que pintó para mí el artista y arquitecto egipcio Mohamed Osman, he entrado de nuevo en la casa de mi abuelo, que ya no está. Eso que llaman ahora realidad virtual no es más que lo que ha existido siempre: la realidad de la memoria. Así que entré en la casa de mis abuelos, en la plaza del Charco portuense, a través de la puerta que Osman me abrió con su arte exacto. Porque Osman no sólo crea poesía con los pinceles, sino que su mentalidad de arquitecto le hace ser muy cabal en los perfiles y hasta en las sombras; así que me sentí muy a gusto metido en el cuadro y recorriendo cuartos de recibo, despachos y salones, que tenían cortinas de damasco y sillones Luis XV y pisos de tea, impolutos, y vestigios de la grandeza perdida, con muebles de caoba y techos con cornisas de relieves palaciegos. Alguno de esos muebles están muy presentes en mi memoria y todavía toco ciertos de ellos en la casa de mi madre. Los demás se los ha llevado el tiempo.

2.- Estoy ahora en la huerta trasera, bajo el raquítico aguacatero que, sin embargo, daba unos frutos sabrosos, bajando por la escalera del patio trasero y entrando en el cuarto oscuro, el cuarto del carbón, en el que indefectiblemente acababa mi hermano Aquillo. Yo nunca lo pisé, en mi calidad de niño bueno. La escalera, también de tea, y el patio de la entrada, cuyo sumidero era tapado, en los días que no llovía, por una bala antigua de cañón, no en vano uno de mis bisabuelos era artillero e hizo la guerra de Cuba con los españoles, como oficial; lo repatriaron por discrepar con Weyler y apoyar a los mambises. Siempre fue tema tabú en casa.

3.- He recorrido la cocina, el cuarto de las domésticas, lleno de rendijas sus puertas (cuántas miradas de aquellos niños que se hacían hombres), la cocina donde Eusebia se contoneaba como una vieja diosa de los fogones y las habitaciones de mis padres, a las que se entraba por un breve pasadizo semicircular. He tocado el viejo escritorio de mi abuela y la máquina de coser de Carmen Fuentes, la costurera; he olido la cachimba del señor Melchor, que limpiaba una lámpara; y el chapoteo que hacía Josefa, nuestra lavandera, en los dos estanques de la huerta, uno para lavar, otro para los peces de colores. Visité las cuadras sin caballos, junto a la puerta trasera, que lindaban con la vivienda del padre Flores, cuyo aldabón hacía sonar mi padre, a la hora de la siesta, para que el cura no pudiera dormirla. Gracias, Osman, amigo, por devolverme al pasado, que para mí es inolvidable.