ESTAMOS en estos días, seguramente, en las fiestas más importantes del año. Fiestas para grandes y pequeños, adolescentes que empiezan a vivir, personas mayores que ya todo lo han visto y gozado, o al menos así lo creen ellos mismos; bebés que estrenan sus primeras ropas y jóvenes que, al menos en nuestra tierra canaria, estrenan el primer traje de noche en las jovencitas y el primer smóking en los muchachos. Pero no es sólo un día de fiestas, sino varios seguidos, en los que hasta se interrumpe el trabajo y cesan las clases en los colegios, institutos y universidades. Y para la mayoría de nosotros son, sobre todo, días de nostalgia y recuerdo, días en los que de nuevo vuelven a nuestra memoria aquellas primeras fiestas que interrumpían el ritmo habitual de nuestra vida que, en adolescencia y juventud, estaba compuesta de días de estudios y días de juego, días estos últimos que se desarrollaban principalmente en la calle, paseos y plazas. La vida actual de descanso y distracción, para pequeños y mayores, está dominada en gran medida por la televisión, el automóvil, la radio, los aparatos electrónicos, los viajes en avión, cosas todas ellas que en aquellos ya lejanos tiempos de mi infancia y primera juventud ni siquiera existían o no eran habituales.

Cuando empecé a ir al colegio y comencé el estudio del bachillerato, para los jóvenes que empezábamos casi a vivir, al menos en comunidad, el juego con los amigos de nuestra edad estaba fundamentalmente en la calle y, antes como ahora, era el fútbol el juego rey para los muchachos, y así como ahora hay que ir a los colegios a jugar, y excepcionalmente a campos de deportes, en nuestra época lo que sobraban eran solares en los que se montaban con rapidez unas porterías con unos inicios de postes elementales de piedra y un balón que alguien aportaba al juego. Resultó un avance notable, si bien los inconvenientes eran grandes y muy a menudo había que repararlos en el mismo campo porque el balón se pinchaba con facilidad, lo que interrumpía el juego y para continuarlo había que ir provisto de repuesto y, en todo caso, de los parches necesarios para garantizar la continuidad del partido. Claro que esto de los balones fue un gran avance, porque, al menos yo y los amigos de mi barrio de Salamanca, nos adiestramos al fútbol jugando con pelotas de trapo y campos de fútbol improvisados en callejones y, sobre todo, en calles del barrio, a ser posible horizontales, lo que en un empinado Santa Cruz no era cosa fácil de conseguir. La pelota de trapo exigía, además, una gran pericia, ya que la carencia de bote debía ser compensada por la precisión en el pase y la entrega, y en nuestro barrio de la calle Lucas Fernández Navarro, luego y por más de medio siglo General Sanjurjo, teníamos un verdadero maestro, como era el amigo Saso, que falleció prematuramente y aún siendo niño, y que con la pelota hacía verdaderas maravillas de dominio con ambos pies. Pero pronto surgió el balón de cuero y cuerpo interior de goma, que ya exigía mayores espacios de los que la Santa Cruz estaba plagada, especialmente en los barrios extremos en una ciudad, en continuo crecimiento. Nosotros teníamos dos campos donde ir a jugar a poca distancia de casa. Uno era en los terrenos que había al lado de la plaza de Toros, junto a los chiqueros de una fiesta que nos hemos cargado democráticamente; el otro era el llamado "Campo de los belgas", amplios solares entre la Rambla y Álvarez de Lugo. El inconveniente era la tierra que todo lo llenaba y que nos dejaba perdidos de polvo y porquería, aunque una solución brillante era utilizar las propias calles como campo de fútbol, lo que era bien fácil y sencillo por la casi ausencia de coches, cuya presencia esporádica obligaba a suspender momentáneamente el partido mientras el coche pasaba, para reanudarlo seguidamente. Muy utilizado era el trozo de calle entre una Rambla de las Tinajas que entonces comenzaba y la que llamábamos Rambla chica, en la subida a Numancia, esa gran explanada entre la subida de 25 de Julio a Pino de Oro y el Pro-Parque que se sacó de la manga el alcalde García Sanabria, y que es hoy el auténtico pulmón de la ciudad. Allí jugábamos los hermanos Guimerá, los hermanos Sansón, los hermano Matos, Pacorro (que, como yo, bajaba desde la plaza de Toros hasta el parque) y también los hermanos Capote, Enrique el Tripa, Pelayito, los hermanos Alcaide, los hermanos Ravina y muchos más.

Pero había juegos que no exigían ni once jugadores por equipo (aunque la cifra se adaptaba siempre a las disponibilidades) ni dispositivos de juego, como los balones o pelotas. Eran los boliches. Así como el fútbol sigue "inasequible al desaliento", como se diría luego, siendo el rey de los juegos y no sólo de niños, los boliches fueron un gran invento y una gran diversión que creo ha desaparecido o al menos yo no he visto a nadie, en ninguna circunstancia, jugar a ellos. Para hacerlo sólo hacían falta unos boliches y un par de amigos. Un trozo de tierra y un gongo. Yo tenía un puesto predilecto para jugar, como era la plaza del Príncipe, donde en la calle Ruiz de Padrón vivía mi primo Guillermito y allí nos reuníamos a jugar los dos primos con amigos como Raimundo Rieu y Yeyo Lomo, principalmente, en partidas que duraban desde después de comer hasta la hora de la merienda. Este de los boliches es un juego de gran habilidad y lo jugábamos de forma diferente a como luego supe hacían en la Península, donde a los boliches les llaman nada menos que canicas (¡qué cosas!) y al gongo llaman gua, y además hasta cogen los boliches de manera distinta. Otra cosa. Hacíamos generalmente el gongo cada vez que íbamos a jugar, procurando volverlo a tapar cuando cesaba el juego. Varias eran las modalidades del mismo, y se podía jugar a compañeros, y había tipos que eran verdaderos genios y de gran habilidad. Y no sólo había los boliches normales con los que se jugaba, de barro (malísimos) o de piedra (los buenos), sino que los había también de vidrios de colores, más grandes de los normales, que no se utilizaban para jugar con ellos y que eran el premio de algún desafío, con lo que íbamos coleccionando boliches de colores, a cual más grande y vistoso. Frente al trepidante fútbol, el tranquilo boliche. ¿Qué habrá sido de él? ¿Se habrá olvidado del todo? No debía de ser diversión para este siglo, supongo.

Otro juego, ya más sedentario, era la piola y su modalidad "monta la chica" (nombre que solíamos complementar con el poco ortodoxo de "monta a tu madre") en el que se iban colocando jugadores comenzando por un primero de espaldas a una pared y a cuya cintura se apoyaba el hombro de un segundo, encima del cual saltaba el primero del equipo opuesto, y se iban añadiendo elementos de uno y otro bando y se seguía saltando encima de ellos, hasta que uno caía mal y no lograba mantenerse en la "peta" de los demás, o fallaba la base que no aguantaba tanto peso encima. En otra modalidad había que ir cantando números sucesivos con su estribillo mientras se ejecutaba el salto con alguna prueba complementaria ("a la una, la una; a las dos, el reloj; a las tres, limpiapiés, ¿me lo limpias?"). Y recuerdo especialmente aquello de: "A la octava, pido entrada, con azote, patadita y culada"... "a las doce, el acabose". La variedad era tremenda según los barrios y en cada sitio había su modalidad específica, a cual más ingeniosa, y era frecuente ver a los chicos jugando a piola en la calle.

Otro juego muy socorrido era el de "suértola" (¿o es "suéltola"?), cuyo objeto era que los miembros de un equipo persiguieran y apresaran a los del contrario, que se iban agrupando ante una pared, con los brazos extendidos y enlazadas las manos, formando una línea, a los que era posible liberar si se llegaba a burlar la vigilancia de los que los custodiaban, para lo que bastaba con llegar a tocar la mano de cualquiera de los "detenidos". Una de las modalidades de este juego se titulaba "los hermanitos" y la necesidad de burlar a los del equipo contrario y liberar a los detenidos hacía que el juego se extendiese por diversas calles tratando de despistar a los contrarios y sorprender a los vigilantes y liberar a los detenidos, con lo que cambiaban de posición y objetivo ambos equipos, hasta la nueva liberación.

Había muchos más juegos, algunos no tan inocentes como ir a cazar lagartos o las riñas de piedras entre pandillas de barrios distintos. En estos años de la "fotovoltaica" y especies de plantas marinas llamadas casi a desaparecer, como las del puerto nuevo de Granadilla, uno se pregunta, más bien con nostalgia y tristeza: y los niños de ahora ¿a qué juegan? Si es que juegan.