HOY, 14 de abril de 2011, se conmemora el ochenta aniversario de la proclamación de la II República. Han transcurrido ya ocho décadas de aquel acontecimiento histórico, que para unos despertó anhelos progresistas y para otros supuso el principio de una etapa revolucionaria, revanchista y el principio del fin de un período histórico y traumático que derivó en una cruel guerra civil.

Algunas personas, soñadoras e instaladas en la fantasía, creen que la República, como forma de Estado, es la mejor solución para que los españoles tengan un régimen democrático. Otros, más acordes con la realidad y basándose en la nefasta experiencia histórica de las dos repúblicas habidas en España, ambas culminadas con sendos golpes de Estado, ven en ella el caos, la anarquía y el revanchismo político y social.

Afirmar que la II República española fue democrática es una gigantesca falacia. No lo fue en su origen porque las elecciones de 1931 en que las justificaron no tenían capacidad legal para cambiar el régimen, toda vez que fueron unas elecciones municipales y, por tanto, solo tenían conferida la función de renovar los municipios españoles. Así pues, la II República llegó por vía de hecho, ante el desánimo del Rey Alfonso XIII, que interpretó como plebiscito contra la Monarquía el resultado de las elecciones municipales.

Efectivamente. En las elecciones municipales celebradas el 12 de abril de 1931 para la elección de alcaldes en ciudades y pueblos, la victoria de los monárquicos fue aplastante. En la inmensa mayoría de los pueblos ni siquiera había candidatos republicanos. La excepción la constituyeron las grandes ciudades, como Madrid o Valencia. ¿Y qué ocurrió? Una combinación de que los resultados de las ciudades se conocieran antes, el desprecio republicano por los pequeños pueblos, que suponían en manos del caciquismo, y el entreguismo de los monárquicos, que llevó a los republicanos a declarar ilegalmente la II República. Dijeron que la República había ganado en unas elecciones en las que no se trataba el modelo de Estado, sino los alcaldes de los ayuntamientos. Y que, además, habían perdido abrumadoramente, con una relación de 6 a 1. Por consiguiente, el origen institucional de la II República se basó en una ilegalidad porque no se tuvo en cuenta el resultado de las urnas, sino por el abandono del poder por parte de unos y el consecutivo asalto al mismo por otros. Y esto hay que recordarlo para que nadie se lleve a engaño.

En los cinco años transcurridos, desde su proclamación en 1931 hasta 1936, cuando se inició el alzamiento militar de Franco que dio lugar al inicio de la guerra civil, la República estuvo sembrada de arbitrariedades por parte de los gobernantes que la promovieron: asesinatos políticos, insurrecciones, represalias brutales, quema de iglesias y conventos, huelgas, desórdenes públicos, etc. La II República, pues, no nacida democráticamente, se tornó, además, violenta.

La II República no solo no fue democrática de nacimiento ni de hecho, sino tampoco de ejercicio, como exige la doctrina jurídica, porque ni siquiera fue democrática en la práctica política cotidiana. Veámoslo con dos ejemplos: más de la mitad de todo el tiempo que duró estuvieron suspendidas las garantías constitucionales; sin plazo en las detenciones, ni libertad de expresión o información, sino censura previa que dejaba en blanco parte de las páginas de los periódicos. Y más aún, apenas transcurridos dos años desde su proclamación, celebradas elecciones generales en 1933, que ganó la derecha (115 diputados de la CEDA por 58 socialistas), esta no pudo gobernar. Gil Robles fue vetado por la izquierda bajo la amenaza de desencadenar la revolución, formando gobierno Lerroux, del Partido Republicano Radical. Ni un solo ministro de la CEDA vencedora. ¿Es esto democracia?

Hoy, que se conmemora el 80 aniversario de la proclamación de la II República española, no está de más reivindicar su ilegalidad, amén de preguntarse por las razones de su fracaso.

Así es. La II República fracasó porque fracasaron los mismos republicanos que la sustentaron. El alzamiento de Franco fue más una consecuencia de la grave situación política y social que padecía España que la causa del fracaso. Por consiguiente, ¿qué lecciones podemos extraer? Creo que dos muy importantes. Una que el espíritu de revancha es mal consejero; y la otra: que cualquier experiencia de un cambio político de envergadura tiene que hacerse con el mayor consenso posible. Lo contrario es augurio de fracaso.