DE UN TIEMPO a esta parte, José Manuel Encinoso viene ofreciéndonos con cierta periodicidad en el periódico EL DÍA una crónica acerca del Santa Cruz que él conoció cuando joven, y como mi equivalente debe de ser unos cuantos añitos antes, los relatos no son coincidentes. Me alegra mucho este tipo de escritos que traen a los jóvenes de ahora recuerdos de épocas anteriores, no forzosamente más felices. Recoge así una tradición con precedentes tan valiosos como el de mi amigo, y de todos, Leocadio Machado y sus historias de La Laguna que nos llegaban puntualmente todos los jueves en Diario de Avisos, o como el magistrado Sánchez Parodi, que, con su bien decir gaditano, nos contaba cada domingo anécdotas de su larga vida en la Península y en nuestra isla, aparte de ser de mi quinta; o como Juan Arencibia, que cada día, durante años y con puntualidad extrema, ha venido precisando fechas, lugares, circunstancias y detalles conocidos, olvidados y hasta nuevos de la vida tinerfeña en su corto y preciso "paisaje canario". Leocadio y don José Luis nos han dejado, mientras que Juan ha cesado su colaboración. Nos habíamos quedado casi huérfanos, pero ahora viene en nuestra ayuda un apellido tan querido y respetado como Encinoso, con una serie de recuerdos de su no tan viejo Santa Cruz.

Uno de ellos versaba sobre la calle del Castillo, la más importante de la isla, si bien mis recuerdos eran algo diferentes, y creo se refieren a épocas anteriores que paso a recordar. La calle del Castillo no fue una de las más frecuentadas en mi infancia. Principalmente por ser una calle de tiendas a las que yo era ajeno y porque estaba bien lejos de mi casa, arriba, en el barrio de Salamanca, donde el punto de posible reunión era la Rambla, y no precisamente la plaza de la Constitución, como siempre la he llamado en estos últimos 80 años. ¿Qué recuerdo de la calle en mi juventud? Pues empezando por la plaza de Weyler y calle abajo, lo primero era una ferretería, casi en la misma plaza, y según se bajaba me acuerdo de la zapatería Dorta, donde el año 39, cuando marché a estudiar a la Península, me compraron dos pares de zapatos "Boxcalf" legítimos, unos negros, otros marrones y con los que me iba yo muy ufano. Y más abajo, a la izquierda y en la esquina con Suárez Guerra, la librería de toda la vida donde se compraba prensa, cuadernos, libros, todo, y donde siempre había una tertulia en el interior o simplemente en el mostrador, a cualquier hora que yo recuerde. De nuevo a la derecha, bajando, y en uno de los pisos altos de una gran casa, estaba la consulta del Dr. Vidal, casado con una señorita Estarriol, que a eso de mis diez años un verano me operó de las amígdalas. Curioso el caso de esta enfermedad, de la que cuando niños se nos operaba a casi todos y ahora ni se conoce. ¿Qué le pasaba a las amígdalas de mi infancia? Como a tantas otras enfermedades, se la ha erradicado, supongo. No sé si fue en los bajos de esa casa donde décadas después montó José Puelles una tienda que cerraron hace también pocos años. Por desgracia y en estos días he asistido desolado al fallecimiento de mi amigo Puelles, y menos de una semana después, al de su mujer. Este pequeño de los dos hermanos Puelles era muy aficionado a la náutica, al menos en su juventud, y recuerdo cuando, al cumplir mi padre 50 años, le rindieron los balandristas una especie de homenaje allá por el 41 en el Club Náutico, donde había sido capitán náutico más de una vez. Se encargó Puelles de leer unos versos, y no sé si de escribirlos también, y así mismo recuerdo que terminaban deseándole que "cumpliera al menos otros 50". No llegó a hacerlo. Que eso de la centena no es broma, aunque espero poder dar cumplimiento a aquel deseo de sus amigos de mediados del siglo pasado.

Justo enfrente de la consulta, en una gran casa de varios pisos de aquellas nuevas de entonces, con la calle ya ensanchada, y siendo yo alumno del Colegio Alemán de la calle Méndez Núñez, solía reunirme con otros chicos alemanes en uno de aquellos pisos porque habíamos formado una especie de grupo para las excursiones por las montañas próximas y teníamos nuestro cuaderno donde anotábamos las reuniones y lo que hacíamos, de lo que se encargaba el jefe del grupo, que era un chico alemán mayor que nosotros, hijo de un montador, creo que de la eléctrica, y del que hace un par de años me hablaba mi compañero y amigo Otto Rapp, una institución en la pastelería de la calle de La Carrera, en La Laguna, y de la isla toda.

Y pasado la calle Juan Padrón y más allá de lo que luego fue la camisería de mi amigo Pepe Prats, estaba nada menos que el Círculo de Bellas Artes, que, junto con el Ateneo lagunero, era el centro de la vida intelectual de Santa Cruz y de Tenerife. Más "alladito" del Círculo de Bellas Artes estaba la tienda de las hermanas Coppel, especialistas en ropa interior femenina, según pude enterarme luego, si bien Juan Manuel Encinoso nos habla de otras tiendas del Sr. Coppel que yo no recuerdo haber visto, aunque sí que estuvieron y al parecer en las proximidades de la relojería de Rieu. Más abajo, y ya en la calle Teobaldo Power, estaba la muy celebrada joyería de Purriños (donde espero que siga) y en esa calle se instaló al cabo de algún tiempo el Conservatorio de Música que don Antonio Lecuona se sacó un día de su manga de presidente del Cabildo y que por entonces andaba por un piso de la calle Ruiz de Padrón, hacia el 5, donde me cupo asistir durante un tiempo a la clase de solfeo. Las esquinas que forman las calles del Castillo y la del Norte formaron sin duda el centro más activo de Santa Cruz, pues a mano derecha, bajando, se encontraba primero el almacén de los Fernández del Castillo y, pasada la calle del Norte, la Droguería Ayala, moderna y elegante; una de las dos hijas de los dueños, Matildita, falleció prematuramente, mientras que la otra, Hortensia, fue compañera de mi mujer en el tenis Bethencourt e incluso vino un día a vernos a Asturias con su madre y una vez casados nosotros. En la acera de la izquierda venía primero, antes de llegar al edificio de la esquina, que creo era de las oficinas del Banco Exterior o algo así, se encontraban las dependencias de la Compañía Telefónica, donde durante muchos años trabajaban familiares de mi mujer y donde don Demetrio Mestre, que era el delegado en Canarias durante el Movimiento, se convirtió luego en la máxima autoridad de la misma en Madrid. Pasada la calle y en la otra esquina estaban las tiendas "Martín", con sucursal incluso en la del Norte. De ahí para abajo todo eran comercios (entre los que cuento las farmacias), o poco menos, y aunque no los recuerdo todos, ni mucho menos, sí tengo presente la tienda de "Las Tres Muñecas", grande y espaciosa, algo distinto de lo que se usaba entonces, y donde todavía se medían las telas por varas, mientras que a continuación venía la tienda de don Raimundo Rieu, relojería, armas y regalos, que complementaba el negocio familiar en la esquina de la calle San José con la del Norte, con una tienda de telas que se llamaba "Al bon marché", donde además vivía la familia Rieu, con tres hermanas muy guapas y mi amigo Raimundo, de mi edad y compañero de juego, que no de colegio, en cuya azotea jugábamos mi primo Guillermito Cabrera, que vivía en Ruiz de Padrón, 7, mi amigo Yeyo Lomo, cuyo padre era dentista en la misma calle del Castillo, y un servidor, que bajaba desde la Rambla para jugar con ellos. Y junto a la relojería, la muy famosa Farmacia Serra, que forma parte de la vida de Santa Cruz: con una de las hijas del farmacéutico se casó mi amigo Lorenzo, creo que el mayor de los dos hermanos. Y casi enfrente, aunque no sé exactamente en qué época, estaba también la Jefatura Provincial de Montes, donde mi gran amigo recientemente desaparecido José Antonio Oramas se pasó su vida, muchos de esos años en compañía de aquel gran caballero y técnico que fue el ingeniero y luego director general de Montes Ortuño, cuyo nombre y activa gestión forestal han quedado para siempre recordadas por el mirador que en el monte de La Esperanza y con vistas sobre el Valle lleva su nombre.

Para terminar esta rápida revista a los recordados negocios y tiendas de la calle, nada mejor que su comienzo: a la izquierda según se sube y con esquina en la bajada de la calle Cruz Verde, la Sastrería Peceño donde se vestía todo el Santa Cruz masculino y señorial (aparte el taller Jacinto Sastre, actor teatral también), mientras a la derecha, subiendo, y con puertas incluso a la explanada de la plaza de la Constitución estaba la Droguería Espinosa, la más amplia y antigua de la ciudad, mientras la calle se desparrama por la plaza que yo llamo de la Constitución y otros de la República o de La Candelaria. Recuerdos, sólo recuerdos, amigos míos.