EN ESCRITOS pasados han ido naciendo como flecos de recuerdos que algunos lectores han querido rescatar de un olvido o desvelar, porque no me eran conocidos, y que vienen a completar vivencias que se aproximan ya al siglo. "Recuerdos seculares", que diría un cursi. Me recordaba mi primo Ezequiel, desde su Málaga actual, que su hermano mayor Emilito falleció en esa edad en que se pasa de niño a muchachito y que lo hizo en la clínica que don Julio García Ramos tenía en su casa de la plaza del Príncipe, casa en la que alguna vez íbamos a jugar, ya que en dicha plaza, y más concretamente en la calle Ruiz de Padrón, 7, vivía mi primo Guillermito Cabrera (Mitón le decían sus tías) y que era una especie de punto de atracción para el resto de la familia y amigos. El actual doctor, don Julio Ramos, de entrañable amistad muy poco cultivada por la permanente y constante lejanía respectiva y por otros azares, bien que recordará aquella triste ocasión en la clínica de su padre.

La gama de médicos que por aquellos iniciales años 30 atendía a los miembros de nuestra familia y a la de tantas otras de Santa Cruz era bien reducida, al menos para nosotros, los niños y jóvenes de aquellos años, y la prestación era personal y a domicilio. Si un niño se ponía malito, generalmente de noche, con fiebre a esos años siempre elevada, lo inmediato era llamar al médico de cabecera, por teléfono si la familia poseía ya ese artilugio ahora universal y que hasta los niños llevan al colegio, y si no, enviando a otro familiar o a una muchacha de servicio a casa del médico, a no importa qué hora, con el recado correspondiente. En nuestro caso, el médico de casa era don Manuel Bethencourt del Río, a quien recuerdo más de una vez verle llegar a casa en su coche, lo que para nosotros los pequeños era un motivo más de atracción. ¡Nada menos que un coche!, y ver cómo subía pausadamente la escalera que daba al piso superior, donde estaban los dormitorios, mientras escuchaba las explicaciones de mi madre y se quitaba con cierto esmero los guantes que muchas personas se ponían para conducir y que, que yo sepa, solo perdura en los ases de Fórmula 1 y categorías automovilísticas similares. Lo que más atrae mi recuerdo de aquellas visitas del médico era una especie de olor a medicina y a limpio que le acompañaba siempre, que ciertamente imponía y hasta nos causaba una cierta inquietud, pues indicaba que algo andaba mal en uno de nosotros.

Un cierto día nos sorprendió la llegada de un médico distinto, también en su coche, esta vez un Opel, creo que de matrícula entre 4.000 y 5.000, que ocupaba el tío Paco, don Francisco Trujillo Castro, al que llamábamos tío, pues estaba casado con la hermana Clara de la tía Bernarda, la madre de Guillermito y Maruja Cabrera y sus otros hermanos. Había tenido lugar un cambio de médico, nos dijeron, y ahí terminaba para nosotros la cuestión. Solo con el transcurso de los años nos fuimos enterando de que don Manuel Bethencourt del Río había sido detenido a la llegada del 18 de julio y del Movimiento Nacional. Don Manuel fue en todo momento una figura señera de la intelectualidad, la profesionalidad y la política isleña, y en aquellas jornadas que dieron comienzo al cambio de faz de nuestra patria ocupaba el cargo de presidente accidental del Cabildo Insular, del que en las elecciones de febrero del 36 había conseguido el puesto de vicepresidente en representación del Partido Socialista. He tenido ocasión de sostener (a través de mi mujer) una estrecha amistad con su esposa, Dolly Thomas, y su hijo Allan Kelly, y la figura de don Manuel es sin duda una de las grandes deudas que Tenerife tiene contraída con sus hijos preclaros. El doctor González Bethencourt ha intentado salvar este importante escollo mediante la edición de dos obras originales acerca de su persona y actuación, obras de indudable mérito, si bien estimo que queda por profundizar la parte puramente humana y social de don Manuel, con independencia de sus inquietudes políticas hoy tan resaltadas.

He tenido ocasión de mencionar en líneas precedentes la figura de don Francisco Trujillo Castro, y la fortuna de conocer también a su padre y hermanos, muy especialmente a su hermana Lola y a su marido Leopoldo Gorostiza, padres estos de entrañables amigos como Lolita, Fernando, Javier, Alberto y Clarita, compañeros los tres primeros con los que compartí años de juegos y estudios, con visitas asiduas y constantes a su casa de la calle Jesús y María, esquina a Viera y Clavijo, que, con sus amplios sótanos y su jardín, se convirtió en punto de reunión de buena parte de la infancia y juventud de entonces. Mi conocimiento del doctor Trujillo, con casa y consulta en la calle de San Francisco y aficionado al fútbol, donde llegó a ser presidente del Iberia, equipo en el que me cupo el honor jugar en el 36, se remonta a muchos años atrás y culmina cuando mi marcha a la Península, el año 39, para iniciar estudios de ingeniería, ocasión en la que fue una de las tres personas no de la familia de las que acudió a despedirme. La primera fue don Ramón Trujillo, en su casa del final del Camino Largo, mi profesor de Física y Química en el Instituto de La Laguna y, sin duda, el mejor profesor que nunca tuve. Don Francisco Trujillo, que veraneaba en La Laguna, en la calle de Viana, fue la segunda persona; y la tercera el profesor de Matemáticas que tuve en el Paedagogium Teneriffa, don Antonio González, que vivía con su madre en una casita terrera en la calle Callao de Lima entre Pi y Margall y Viera y Clavijo. Pero la amistad con don Francisco Trujillo, aún soltero, se remonta a años antes, y le recuerdo enamorando como se hacía entonces, con su novia en la ventana de una casa de veraneo de mi tía Bernarda, en el lagunero Camino de San Diego, y el doctor, de pie, en la calle y vestido de soldado, pues estaba haciendo el servicio militar. Esto de enamorar de pie no lo era siempre, y me acuerdo de ver en mi calle de Lucas Fernández Navarro a la joven María del Carmen Mandillo en su casa del primer callejón de la mano izquierda de dicha calle, asomada a su ventana del primer piso y a la puerta de la casa a su novio, el abogado Martín de la Escalera, sentado en una silla que le habían sacado. Solo han pasado 80 años, aunque parecen siglos. Y en esa misma casa vino a vivir años después el joven Juanito Bethencourt, al que decíamos Juanito el Mago, que también se decidió, como tantos otros, por la carrera de Medicina, que estudió allá por Salamanca, con un timple siempre dispuesto a la parranda.

Toda una serie de afamados profesionales de la medicina cuidaban de la salud de la juventud de aquellos años, empezando por mis recuerdos por don Ernesto Castro, que, como don Manuel Bethencourt, sufrió persecución al estallar el Movimiento, padre del entrañable y muy eficiente cardiólogo Dr. Castro Fariñas, de cuya amistad siempre me honré y cuyo fallecimiento tanto hemos lamentado e incluso glosado en estas mismas páginas. Tengo especial recuerdo para doctores como don Lino Lomo, padre de un compañero de juegos como Yeyo Lomos, que en su clínica de la calle del Castillo cuidaba de nuestra dentadura cuando las visitas solían ser dolorosas, algo ya desconocido. Como lo hacía también en su clínica de la calle Pérez de Rozas el doctor don Fernando Barajas, con su clínica siempre llena de gente, humilde en su mayoría, a los que atendía facilitándole incluso medicinas si fuese preciso, y padre de otro gran amigo y médico, Fernando, con quien compartí años de milicias en Hoya Fría y una amistad intensa hasta que el Señor quiso llevárselo a su seno. Su padre atendió, sobre todo, a la garganta de los críos de entonces, porque eran frecuentes las operaciones de amígdalas, enfermedad de la que no he vuelto a oír hablar, aunque en mi juventud era de lo más corriente e incluso yo sufrí las consecuencias de la operación de amígdalas y vegetaciones a que me sometió un verano el doctor Vidal en la calle del Castillo arriba, casi esquina a Suárez Guerra, que me tuvo durante unos días después de la operación sometido a una alimentación a base de natillas frías y helados hasta que cicatrizasen los cortes hechos en la garganta. Natillas y helados que apenas podía tragar, de lo que se aprovecharon ampliamente mis hermanas con gran enfado por mi parte. Como muchos jóvenes de entonces, también estuve un cierto tiempo en las manos del doctor Robayna, en la calle Méndez Núñez, por una afección que me hizo hasta perder un año de Bachillerato; así como en las del eminente tisiólogo Dr. D. Tomás Cerviá Cabrera, cuyo hermano, abogado del Estado, fue el creador técnico del primer Ministerio de Información y Turismo que presidió don Manuel Fraga en aquellos primeros "25 años de Paz". Y basta por hoy de recuerdos, por curativos que sean.