EL LIGERO ruido al abrirse la puerta del despacho le hizo levantar la vista, y con un gesto advirtió a su secretaria de que quedaba enterado de que era hora de partir, una vez más, en viaje fuera de España, en esta ocasión atravesando el Atlántico. Cerró lentamente el bloc en que guardaba sus propios argumentos y los de su contrincante sobre un tema tan arduo como las últimas voluntades, que vaya Vd. a saber si eran realmente las últimas y si, siéndolas, eran las realmente deseadas por el testador. Como el viaje era largo, ya tendría ocasión de reexaminarlo todo. Guardó la carpeta en su maletín de mano, que no abandonaba nunca, y se levantó de su butaca del despacho. Por enésima vez se le había presentado esta misma mañana en casa el dilema, siempre presente, de si llevar su vieja y querida zamarra o si emplear el abrigo tan pocas veces utilizado en el ajetreo diario de su trabajo, ya que lo reservaba para mayores solemnidades cada vez más frecuentes y que muchas veces incluían la presencia en las mismas de las máximas autoridades de la nación, tanto propias como de países amigos o visitados. Las reuniones de carácter internacional eran cada vez más frecuentes para él en esa treintena de años que llevaba ya practicándolas, pero no en este caso, ya que la climatología de los países a visitar allende el océano era la opuesta a la aquí reinante. A pesar de todo, esta mañana había decidido llevarlo, aunque ahora que lo pensaba de nuevo era más aconsejable dejarlo y no llevar nada con carácter de abrigo.

Mientras bajaba en el ascensor al parking, en el que tenía ya la maleta en el coche de la oficina, pensó una vez más cómo había variado en los últimos setenta años todo lo relativo a las comunicaciones y a la información. Su padre le había contado varias veces que cuando era pequeño el barco de la Península que traía la correspondencia, los periódicos peninsulares y hasta del extranjero y algunos suministros para las islas llegaba tan solo una vez a la semana, y en esa arribada llegaban también la mayoría de los canarios que habían tenido que desplazarse a la Península por negocios, estudios o vacaciones, si bien estas podían pasarse en cualquier parte del mundo y no precisamente en la parte continental de la patria. Para los muchachos y jóvenes de aquellos tiempos, sin televisión, con apenas radio y escaso poder adquisitivo en todo caso, la prensa peninsular era la fuente predilecta para lo que en aquellos tiempos era la distracción principal de los jóvenes: el deporte. Recordaba cómo su padre le decía la ansiedad con que esperaban la llegada del correo de la Península, con los periódicos de toda una semana y como él y su primo Guillermito se tendían en el suelo alfombrado del segundo piso de la casa de su tío Guillermo, en la calle Ruiz de Padrón, 7, donde en el bajo tenía su bufete con tres despachos, el del tío y otros dos que daban a la calle, uno donde tenía su despacho don Matías Guigou, que con los años ocuparía Juan Ravina Méndez, y el otro, con acceso directo al del tío Guillermo, donde ejercía al principio de meritorio Luisito Mandillo, que había estudiado la carrera de abogado en Madrid. Recordaba su padre cómo en épocas de verano y primavera, las noticias más importantes, aparte de las del fútbol, de lo que se andaba siempre bien informado por la prensa local, eran las relativas a la vuelta ciclista a Francia, el Tour, que le decían. El periódico que solían leer era "El Sol", lo que hacían tendidos en el suelo, con aquellas largas clasificaciones por etapas y general, incluida la montaña, ya que la información local al respecto era bastante limitada y ello permitía alardear de conocimiento ante los compañeros de colegio o en el Club Náutico. A estas lecturas deportivas del periódico peninsular se solían apuntar amigos como Raimundo Rieu y Yeyo Lomo, que además formaban la tripulación de una yola del club cuyo patrón y entrenador era el abuelo paterno, José Mª Segovia García, que era catedrático de la Escuela de Comercio, que el 39 se trasladó de la planta superior izquierda del Ayuntamiento al edificio Imeldo Serís, en la calle 25 de Julio, donde estuvo con anterioridad la escuela náutica, que se trasladó a los terrenos inmediatos a donde se construía el nuevo Club Náutico.

El coche ha salido del garaje y enfila la carretera del aeropuerto de Barajas, ahora con un llamado Terminal 4, de donde salen y a donde llegan los vuelos de la compañía Iberia. Ello le obligó a recordar de nuevo lo que sucedía, según le contaba su padre, allá por los años anteriores al llamado Movimiento Nacional, que otros bautizan con el de la dictadura franquista, si bien cuando se habla simplemente de Dictadura se entiende como tal la del general Primo de Rivera, a la que sucedió la 2ª República del 31 al 36. En aquellos años de los 30, no había líneas de aviación comercial, al menos que conectasen las Islas con la Península, aunque recordaba ver fotos de su abuelo en un vuelo Sevilla-Madrid allá por el año 35, lo que al menos era una temeridad. Los eventuales desplazamientos de los equipos canarios a la Península, y al revés, solo se podían hacer en barco, con lo cual la ida y vuelta duraba casi una semana, lo que hacía imposible participar en la Liga, pero no así en la Copa, en la que unas veces participaba un equipo de Tenerife y otras uno de Las Palmas, partidos que se transmitían por la radio local, en caso de Tenerife la "EAJ 43, Radio Club Tenerife", con la particularidad de que los dos partidos que cada equipo debe jugar por eliminatoria se jugaban ambos en la Península, uno en el campo del adversario de turno y el otro, "el de casa", en un campo neutral, que podía ser el mismo del equipo rival. Y recordaba cómo su padre había oído desde la azotea de la casa de su tío Guillermo en Ruiz de Padrón la retransmisión que hacía El Recreo de un partido del Tenerife, que jugaba en el campo del Sevilla, en el que parece recordar que jugaba en el Tenerife Rancel de interior izquierdo y que terminó jugando en el Sevilla, en Primera División y con el que hasta ganó la Liga.

Llegó al aeropuerto, facturó y una vez más en la sala VIP volvió a rememorar aquel su primer viaje profesional que treinta años antes había realizado desde Nueva York al Caribe, concretamente al Haití de Papá Doc y su hijo Baby Doc, aquella extraña república independiente desde hacía un siglo, con la extraña particularidad de que sus moradores hablaban francés y en un 90% eran de raza negra africana. Había terminado algo insólito entonces como era un "master", en este caso en Derecho Internacional Comparado, en la NYU, la misma universidad en la que alcanzó nada menos que un Nobel Severo Ochoa, en cuyo equipo figuraba un primo de su padre, Guillermito Cabrera. Gracias a la amistad de un gran amigo de su padre con la que, a Dios gracias, continúa, le fue posible realizar sus primeras prácticas como abogado en una firma de Nueva York con oficinas en el Empire State Building, bufete que llevaba un problema de testamentaría de esos que salen en las películas, al menos de entonces, en el que una rica, viuda y anciana dama americana se había casado o pasado a convivir con un joven haitiano, y a su muerte había dejado toda su cuantiosa fortuna a su nuevo marido, o lo que fuese, situación que habían impugnado los hijos del primer matrimonio, lo que había forzado una visita a la isla aquella que se repartían dos Estados, misión que le fue asignada dado su conocimiento del francés, que, gracias al tesón de su madre, había aprendido ya antes del Bachillerato en la cuenca minera de Langreo, donde trabajaba su padre, clases que impartió una muchacha llamada Ovidia, uno de aquellos niños que a la llegada de las tropas triunfantes del general Franco en la guerra civil sus padres decidieron salvarlos llevándolos al extranjero, desde Rusia hasta Francia, de la que volvieron poco a poco a lo largo de los años, aunque muchos quedaron para siempre en la que fue su nueva patria, según recoge en detalle una famosa novela. Fue aquella para él una experiencia única, no solo profesional, sino también humana, al pasar de la nación más pujante del mundo a un Estado pobre, pobrísimo, con calles sin asfaltar y miseria por todos lados dentro de un régimen totalitario. Habrá que volver otra vez a la isla, a aquella otra isla, se dijo, mientras recogía sus cosas a la llamada de embarque, una llamada más en su ya amplia vida. Pero eso es otra historia.