FUERON nuestros espejos, mis espejos de juventud. En una primera época, como Juanito Ravina vivía con un tío suyo en Santander, nos mirábamos los de mi edad en amigos mayores como Marcos. Luego fue al revés. Ya durante la guerra los Ravina (nada menos que tres, Juan, Manolo y Perico), aunque solo fuese por el número, adquirían mayor peso. Estamos, por tanto, en los años 30, hacia el 36, en aquel verano en que una mañana me levanté, salí a la calle en medio de un gran silencio y nadie por las calles, y en la cercana plaza de toros (yo vivía en Lucas Fernández Navarro), en aquellos días con sesiones de cine de verano al aire libre -aunque igual estas fueron con posterioridad-, que a los 14 años uno no se fija en muchas cosas sino en las que distraen, y en aquella plaza de toros podía verse y leerse un "Bando" militar por el que se declaraba por el capitán general Franco el Estado de Guerra.

Me acuerdo de verlo allí pegado, aunque luego he tenido ocasión de verlo en varias publicaciones que alguno diría nostálgicas. No me acuerdo mucho de aquel día (del que mi amigo Baltasar Pérez Bes, residente en Cartagena, donde matrimonió, tiene un muy gráfico y detallado recuerdo, ligado a la actitud de su padre, en aquellos días capitán de la Guardia Civil en Santa Cruz), y lo que retengo es que, ya en la tarde, me dirigía yo por la calle del Pilar abajo a la plaza del Príncipe, donde mi tío Guillermo tenía su casa en la calle Ruiz de Padrón, nº 7, a la que pretendía ir a jugar con mi primo Guillermo y con amigos, como Yeyo Lomo y Raimundo Rieu, asiduos de la plaza, cuando cerca de la iglesia del Pilar me dio el "¡alto!" un soldado, que me interrogó y me aconsejó que me fuese a mi casa, lo que hice prontamente y sin saber muy bien el porqué.

La vida veraniega se desarrollaba, al menos por las mañanas, principalmente en el Club Náutico viejo, al lado del Cuartel de Ingenieros; acababa uno de aprobar la reválida de 4º año del Bachillerato cíclico de siete, y a veces los domingos me ponía unos pantalones bombachos, entonces y a mi edad muy oportunos, al parecer, prenda que ha desaparecido del uso diario ciudadano, al menos en este país, que los ingleses son como son. Mientras no se subiese a veranear a La Laguna o a donde fuese, la vida se distribuía entre el club por la mañana y la Rambla, la plaza del Príncipe o la de la Constitución, por la tarde, donde solía tocar la banda de música y se cobraban las sillas de asiento en el paseo, de lo que se encargaba un señor mayor al que llamaban "el Papelito", y que era también portero en el cine del Parque Recreativo y luego me enteré de que padre de otro "el Papelito", solista de voz del trío Los Huaracheros, que llenó toda una época de mi vida. Pero esa es otra historia.

En el club compartíamos actividades con los mayores que nosotros en dos a cuatro años, como los Ravina, los Guimerá, Pérez Zamora o Gil-Roldán, entre otros muchos, si bien poco a poco iban desapareciendo al irse alistando como voluntarios a medida que años o permisos familiares lo iban autorizando. Marcos Guimerá fue uno de esos voluntarios y uno de los más activos compañeros de juegos como la natación, la vela o el remo, ya que, en cuanto al fútbol, la diferencia de edad no permitía la simultaneidad en el juego popular por excelencia, donde él jugaba de defensa. Nosotros, los más jóvenes entonces teníamos un campo de fútbol que hoy resulta imposible, pues no era otro que en la Rambla, entre la chiquita con Numancia y la nueva de los árboles pequeños en comparación con los otros grandes de hasta la plaza de La Paz, rambla paralela a Pro-Parque y que terminaba en lo que luego fue el hotel Mencey. En ese gran espacio entre la Rambla, el parque y la subida al hotel Pino de Oro se formaban grandes partidos de fútbol, y cuando venía un coche, lo que ocurría de Pascuas a Ramos, se paraba el juego para reanudarlo luego. Allí hicimos nuestros primeros pinitos deportivos los Alcaide, Agustín Guimerá, Eloy Sansón, Pelayito López, Paco y Pablo Matos, los Perera, Enrique el Tripa, Pacorro Palenzuela, y con menos intensidad Aureliano Yanes o Luis Hamilton, y a veces subía hasta Guillermito Cabrera o yo mismo, que venía de allá arriba, cerca de la plaza de La Paz, la Rambla de las chachas y los soldados en los domingos y días de fiesta.

Pero, volviendo a Marcos (hermano mayor de mi compañero de instituto Agustín, con quien desarrollé una gran amistad ya casados ambos y en Madrid, donde estuvo destinado como marino de guerra varios años), su actividad en los juegos en el Club Náutico fue constante y yo recuerdo especialmente su actividad en las yolas, en las que no solo se dedicaba a ser un remero más, aunque siempre en puestos principales, sino que también actuaba de timonel de yolas de chicas, labor en la que competía con otros timoneles como Pepe Prats o Santiago Ladeveze (el Ladis), que en Santa Cruz siempre hubo mucha afición femenina por los deportes marinos, y así por mi casa andaba -y ahora debe de estar debidamente guardada por mi hermano Rafael- una foto de mi madre, soltera, con un grupo de amigas, todas de blanco impecable, que formaban parte de las tripulaciones de unas grandes traineras que nada tenían que ver con las estilizadas siluetas de las yolas nuestras. Me pregunto si es que ahora las jovencitas continúan con esa afición. Y los jovencitos. Aunque me parece que les da más por la vela, con evidente éxito y participación canaria hasta en las Olimpiadas.

Volviendo a mis amigos Juanito Ravina y Marcos, el final de la guerra civil supuso la ruptura temporal de una amistad, ya que los mayores como ellos se habían ido a la contienda. Al final de la guerra seguían movilizados y lo fueron largo tiempo, mientras yo fui de los primeros que el año 39 vine a la Península a estudiar. Pero los que habían hecho la guerra tuvieron ya en la universidad cursos intensivos para recuperar parte de los tres años perdidos, por lo que al cabo de un par de años empezaron a llegar a la Península, y para opositar los amigos mayores como Juan y Marcos, el primero a hacerse abogado del Estado y el segundo notario, en las que supongo serían casi las primeras oposiciones después de la contienda. Tarea de opositor en la que estaba yo también, que en aquella época el ingreso en las Escuelas Especiales de Ingeniería se hacía por oposición, labor en la que se tardaba, según las carreras, de tres a cuatro años, con lo cual, cuando uno al fin empezaba la carrera, los compañeros de Bachillerato terminaban casi la suya, menos los de Medicina, que siempre fue una carrera larga y difícil. Y por mi Pensión Amiano, de la calle del Prado, 10, 2º, fueron apareciendo amigos como Juanito Ravina, Marcos Guimerá o Joaquin Casariego, que venían a opositar a lo que fuese después de terminadas sus carreras. La mía era una de las referencias de pensiones de estudiantes u opositores, si bien en la Gran Vía estaba la Pensión Méjico, donde fueron los Capote, los Perera y otros estudiantes canarios que venían a hacer lo que la entonces muy simple Universidad de La Laguna podía ofrecerles, ya que se limitaba a Ciencias Químicas o Derecho. Para cualquier otra cosa, había que venir a la Península, lo que entonces era una gran aventura. Un año, allá por el 43, recuerdo haber visto de vidita en mi Pensión Amiano y en el cuarto de Carlitos Díaz López, que hacía ingeniería, a un chico alto y espigado que venía a hacer el Doctorado de Químicas con Lora Tamayo y que resultó ser nada menos que Antonio González, el luego fututo rector de la Universidad lagunera y conocido y respetado investigador.

Juanito Ravina vino dos veces a opositar. En la primera no pudo pasar, si bien en la pensión teníamos a otros opositores, alguno de ellos de antes de la guerra, que opositaron y sacaron plaza como ocurrió con dos que fueron destinados a Jaén y a Granada, con los que hice buena amistad, aunque eran algo mayores para los de mi edad de entonces. Me acuerdo que Juanito iba a la Academia de Melchor y Sánchez-Cortés, dos conocidos abogados del Estado a los que tuve ocasión de conocer muchos años después, especialmente al Sr. Melchor de las Heras, con un conocido bufete en Madrid. Tuvo que esperar Juan a una segunda oportunidad, lo que consiguió a la primera oportunidad que se presentó. Me acuerdo de haber ido con él al Ministerio de Justicia en el comienzo de la calle Alcalá a ver la lista de los aprobados. Juanito sacó plaza en Santa Cruz y aquí pasó toda su vida profesional. Se casó con mi prima Maruja cabrera y ya trabajando yo en Asturias se presentaron por allí una vez, se alojaron en casa de mi primo Rafael Lecuona, que era director de la compañía eléctrica local y los acompañé una noche a ver las instalaciones de hornos de cok de la siderurgia en la que trabajaba y que de noche resultaba espectacular presenciar el deshornado de los hornos de cok a más de mil grados. También vimos mucho a Juan y a su mujer siendo él presidente de la caja de ahorros, con motivo de sus desplazamientos a Madrid, donde yo ya vivía.

La oposición de Marcos Guimerá fue espectacular y a la primera ya salió notario por Güímar, creo. Su comportamiento como opositor fue siempre ejemplar y llevaba una disciplina que a todos nos asombraba, con toda actividad cronometrada a rajatabla con aquel su gran reloj de bolsillo Roskopf Patent, que a todos asombraba y que supongo habría heredado de su padre. Pero seguía siendo el amigo de siempre, y alguna tarde de domingo solíamos salir, en pleno verano, a la vecina calle Príncipe, donde, en una tienda enfrente del Teatro de la Comedia, habían ubicado un puesto donde vendían helados y limonadas, y Marcos tomaba siempre lo que él llamaba "un misturado", que era una limonada con dos bolas de helado de vainilla, que sabía a gloria. Con el tiempo, aquel puestito en una tienda se convirtió en una heladería cerca de la Gran Vía, para terminar años después en un gran establecimiento en la calle Goya, la Cafetería California, todo un ejemplo de laboriosidad. Pero no se conformó Marcos con una notaría de 3ª, y a la primera oportunidad y en una oposición entre notarios, sacó una de 1ª en Las Palmas, donde recuerdo haberle visto una vez cuando el avión no pudo aterrizar en Los Rodeos y nos quedamos en Las Palmas, donde en aquellos años estaba también destinado mi futuro cuñado y gran amigo Opelio Rodríguez. Como allá donde estuviese llegó a ser una autoridad en Las Palmas, querido y respetado, y donde le nacieron la mitad de sus hijos. Años después tuve que hacerle una visita profesional en la calle Teobaldo Power, y ya solo le vi en muy contadas ocasiones, aunque últimamente hablaba bastante con él por teléfono, de sus escritos o de los míos, que me decía seguía y guardaba. Su reciente fallecimiento cierra casi todo un amplísimo capítulo de mi vida, siempre ligado a mi tierra con visitas continuas. Y aquí pensamos mi mujer y yo poder descansar algún día, ya para siempre.