LOS GORRIONES, esos pájaros comunes que otrora se prodigaban en los campos, casas solariegas o en los más variados lugares públicos y que casi ya habían desaparecido de la faz de nuestro terruño, retornan tímidamente a la plaza del Charco, del Puerto de la Cruz. Una especie que los pesticidas han puesto al borde de la desaparición o la extinción, como a muchas otras variedades ornitológicas. El desmedido afán por la comodidad y el abandono del esfuerzo en las tareas agrícolas o de jardinería y el negocio en torno a los productos químicos, o mal llamados fitosanitarios, han propiciado, en cierta manera, la merma de especies de aves significativas de las Islas, aunque muchas de ellas no sean endémicas. Con desconcierto y cierta amargura he podido apreciar con el paso de los años cómo se ha dejado de escuchar en nuestros patios, fincas, enredaderas o jardines el trino o el canto de aves tan peculiares como la abubilla y el capirote; o sentir la desolación de los estanques ante la ausencia de las impertérritas alpispas, que han pasado a dar nombre a determinados programas radiofónicos. Por existir, ni siquiera los peces de colores, de los que parece que nadie se ríe, porque casi han muerto en las escasas charcas o humedales devorados por el expansionismo humano. Sin embargo, a pesar de haber desaparecido mi jardín debido a las reiteradas inundaciones, la terraza resultante con sus macetas y flores se ha convertido en un polo de atracción para las palomas, tórtolas, gorriones e incluso canarios, que no solo alegran el oído, sino también la vista inquieta de Princesa, que envidia no tener alas para alcanzarlas.

El viernes por la mañana, cuando los alisios refrescaban el ambiente tras la primera canícula y soplo del viento cálido del Sáhara, un pájaro pollo (como de niño oía llamar a los gorriones) se hacía hueco en uno de los parterres del Dinámico, y pasaba desapercibido a las miradas de la gente, pero no para mí, afortunadamente. Me hizo percatarme de ese milagro del resurgimiento de una especie que había escapado de la tiranía y peligros de la urbe, se había reconciliado con el otrora ámbito inhóspito y amenazante, por la contaminación y la hostilidad de quienes la provocamos directa o indirectamente. Una jardinera puede ser todo un mundo para un ser aparentemente diminuto y vulnerable, aunque para los seres humanos, tal vez por fortuna o desgracia, el universo no sea lo suficientemente grande para saciar sus ansias de dominio y expansión, incluso a costa de correr el riesgo de quedarse solo y aislado del resto de la Creación, porque seguramente la habrá aniquilado.