DICE Albert Boadella, uno de los numerosos catalanes convencidos de que Cataluña tiene cabida dentro de España, que le va a escribir una carta a monseñor Rouco porque ha visto una bandera independentista sobre el campanario de su pueblo. A lo mejor hasta la escribe. Boadella es capaz de todo. Lo ha sido incluso de decir que espera el título oficial de traidor nacional de Cataluña. En la Alemania nazi, cualquiera que no pensase como el führer era considerado un traidor y encerrado en un campo de concentración. En la Cataluña de Arturo Mas y de CiU todavía no han abierto el correspondiente Dachau -destino inicial de comunistas, socialistas y homosexuales, antes de que la emprendiesen en serio con los judíos-, pero hace tiempo que multan -y denigran- a un tendero si rotula su escaparate en español. Al principio, a los judíos solo los insultaban. El gas vino después.

No solo muchos; son muchísimos los catalanes que piensan como Albert Boadella, y como otras cabezas sensatas, aunque carecen de valentía para expresar sus ideas. Millones de catalanes que no salieron el martes a la calle para pedir que su región sea un Estado independiente dentro de la UE. Indudablemente, los que sí salieron van por buen camino. Les han dicho varias veces en Bruselas que abandonar España significa dejar de pertenecer a la Europa comunitaria y ponerse a negociar la reincorporación. Diez o quince años por delante. A ver dónde venden mientras tanto ese 90 por ciento de su producción en todo que hoy consumen los odiosos españoles. Por si fuera poco, después de esa década y media apalabrando la reentrada, necesitarán que los 27 países de la UE -qué horror, España entre ellos- aprueben dicha reincorporación. Sin ánimo de desalentar a nadie, lo veo un tanto complicado.

Seiscientos mil manifestantes según la Policía Nacional, millón y medio según los Mozos de Escuadra y dos millones si hacemos caso a los organizadores. Incluso ateniéndonos a la menor de estas cifras, ha habido mucha gente en la calle. La suficiente para decir hasta aquí hemos llegado. Me apena lo que está ocurriendo, mentiría si lo negase, pero al mismo tiempo me invade el mismo hartazgo que nos tiene hasta los mismísimos a millones y millones de ciudadanos de este país. Pienso que es una locura para Cataluña salir de España, y no soy el único, pero al mismo tiempo defiendo el legítimo derecho de los catalanes -y de los vascos, los canarios o los gallegos; el legítimo derecho de todos- a decidir por sí mismos lo que estimen conveniente. Allá cada cual con su suerte si decide ponerse en manos de unos políticos -los de CiU en el caso catalán, los de CC si nos quedamos por estos peñascos- que han arruinado a sus respectivas comunidades con megalomanías nacional-separatistas. Que se celebre un referéndum limpio para determinar en cada región disconforme lo que quiere la mayoría. Y si la decisión es romper con España, pues irse; irse de una vez, como gritaba Lola Flores ante la multitud de fotógrafos que acosaban la boda de su hija. Lo contrario supone mantener un matrimonio a la fuerza, y los maridajes forzados suelen acabar en tragedias como las de Ruth y José Bretón; por ejemplo. Lo que tenga que ser, cuanto antes mejor y a otra cosa.

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