De vez en cuando me gusta leer las estadísticas que publica la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE) relacionadas con los índices de lectura. No he encontrado los del año 2012, aunque sí los de 2011, y he de reconocer que me he llevado una sorpresa mayúscula. En varias ocasiones he lamentado que en el país de Cervantes el número de lectores descienda año tras año, mas la tendencia ha dado un brusco vuelco en esta ocasión: del 36 % en el 2010 el índice en cuestión ha subido hasta el 43,7 %. Además, ha sucedido algo casi inexplicable: el libro digital, el mismo cuya irrupción en el mercado tantas expectativas había concitado, solo tiene un 5,3 % de usuarios; por ahora, los lectores continúan prefiriendo el tacto del papel, su olor y el de la tinta, así como el placer que supone leer sin el dañino brillo de las pantallas, prefiriendo el uso de las tabletas para leer periódicos y participar en las redes sociales. También -aunque esa tendencia ya se veía venir-, el número de lectoras ha llegado al 61,6 %, bastante superior al de los hombres, que solo es del 52,2%.

Estos datos debo decir que me han llenado de satisfacción; a ver si de una p... vez nos quitan de encima el sambenito de iletrados. Claro está que me he preguntado el porqué de esa repentina afición a la lectura que a mucha gente le ha entrado, y me da la impresión de que ha sido por la gran cantidad de libros que se publican en nuestro país. El auge de la literatura infantil y juvenil - "Harry Potter", "Crepúsculo", las "Sombras de Grey"...- tiene mucho que ver en ello, y que no me digan los sabihondos de turno que eso no podemos llamarlo literatura. Como dijo un famoso escritor cuyo nombre he olvidado -cosas de la edad-, "leo todo lo que cae en mis manos, pues en ello está parte de la vida del autor". Yo mismo, impenitente lector, me adentré en ese campo cuando tenía apenas 9 o 10 años, explorando el Oeste americano con Fidel Prado y M. L. Estefanía; el mundo de los superhéroes con La Sombra y Doc Savage y el de aventuras con Emilio Salgari y Julio Verne. Mis preferencias, no haría falta decirlo, son otras en la actualidad, pero están cimentadas en aquellas lecturas tempranas.

Todo lo anterior tiene una justificación, como no podía ser de otra manera. Acude uno a una librería o a un centro comercial con la idea de comprar un libro y, la verdad sea dicha, la tarea resulta ímproba. Según datos de la FGEE, en 2011 se publicaron en España más de 103.000 libros de todos los géneros, conque ya me dirán ustedes el problema que se le presenta al lector que solo puede gastarse al mes 20 o 30 €. Por ese motivo, cuando llega a mis manos un libro que en mi opinión vale la pena leer no dudo en aprovechar la gentileza de EL DÍA para darlo a conocer y recomendarlo.

Sabido es el elevado número de lectores que están atentos a los premios Planeta, Nadal, Primavera, etc. Intuyen, aunque a menudo no es así, que algo deben de tener esos libros cuando han sido premiados. Por el mismo motivo, me imagino que la concesión del Príncipe de Asturias a Antonio Muñoz Molina ha hecho crecer las ventas de "Beltenebros", "Beatus ille", "Plenilunio", etc., obras todas que han dado justa fama a su autor. Sin embargo, estoy seguro de que ha pasado casi desapercibida su última obra, cuyo título encabeza este artículo. No es una novela sino un ensayo, pero debería figurar desde ahora entre los libros preferidos de los españoles. La razón es que retrata con una fidelidad asombrosa la transformación que todos sufrimos gracias a la burbuja inmobiliaria. Pasamos de la oficina de prensa al gabinete de comunicación, del camino vecinal a la autopista, del campo de fútbol de tierra a las ciudades deportivas, de unas fiestas de tres días a otras que se alargan durante dos semanas, etc. El derroche ha sido incalculable, y de esos polvos vienes los lodos que ahora soportamos. Había dinero, sobraba el dinero, y la captación de votos obligaba a gastarlo en actos, viajes, fiestas y obras públicas totalmente prescindibles. Muñoz Molina nos retrata, nos declara a todos culpables, y tiene razón.

Un libro cuya lectura debería ser obligatoria, a ver si cambiamos.