Vaya por delante que a mí tampoco me gusta la contaminación, no me agradan los olores del tiempo sur, y ni siquiera me parece aceptable el paisaje que dibuja la Refinería en la entrada de nuestra capital. Personalmente, le debo a CEPSA lo mismo que el resto de los vecinos de Santa Cruz, absolutamente nada. De hecho, no conozco a un solo ciudadano de Abu Dabi, el Estado cuyo fondo de inversiones posee el cien por cien de su capital desde el año 2011.

Digo esto para aclarar que no tengo ningún interés personal ni necesidad de defender públicamente a CEPSA, entre otros motivos porque bien que se defiende ella sola en los medios de comunicación cuando lo considera oportuno. Lo remarco, simplemente, para que ningún adversario político malinterprete mis palabras de estos días pidiendo prudencia y sensatez ante el futuro de la industria.

Esta semana hemos conocido el impulso de la Fiscalía para investigar un presunto delito contra el medio ambiente, un hecho cuya confirmación no dejaría en muy buen lugar a la compañía. La noticia ha sido sin duda impactante, pero más impactante resultaría descubrir que quienes tenían la obligación de controlar sus emisiones no lo han hecho con la debida diligencia. No es CEPSA, sino el Ayuntamiento de Santa Cruz y el Gobierno de Canarias quienes tienen las competencias para vigilar la contaminación en la ciudad, y hasta que la Justicia no diga lo contrario, debemos suponer que han hecho bien su trabajo y han velado por nuestra salud como era su responsabilidad.

Mezclar este serio asunto con la continuidad de la Refinería no me parece acertado ni responsable, y mucho menos en una situación de crisis como la actual, con casi 30.000 parados en el municipio. En los más de 80 años de historia de la Refinería, no podría haber peor momento que hoy para su desaparición.

Y no solo por los puestos de trabajo que se perderían, una mano de obra cualificada, especializada y estable difícilmente reconvertible, sino por otras muchas circunstancias que no podemos pasar por alto alegremente. Sin ir más lejos, la refinería genera hoy entre el 50% y el 60% de la actividad portuaria, ingresa directamente más de 20 millones de euros anuales en impuestos y tasas públicas en las instituciones canarias, y mueve más de 30 millones al año en inversiones y suministros. Además del importante papel que ha jugado y juega en el desarrollo económico y social de nuestra Isla, la Refinería tiene un valor estratégico del que no podríamos prescindir de la noche a la mañana, sin poner en riesgo la supervivencia económica de la ciudad y el puerto, el suministro energético de Canarias y los intereses geoestratégicos de nuestro país.

En cualquier caso, el problema de la Refinería de Santa Cruz no es cerrarla, sino averiguar lo que haríamos después con el medio millón de metros cuadrados que ocupa en la entrada de la ciudad. Ese es el verdadero debate pendiente de nuestra capital, que hasta el día de hoy ningún alcalde ha vuelto a plantear en serio, desde que José Emilio García Gómez cerrara en los años 90 la operación urbanística que nos permitió rescatar un tercio del espacio ocupado por la industria para el desarrollo de Cabo-Llanos.

Una actuación similar sería implanteable a día de hoy, debido al colapso y la previsible evolución del mercado inmobiliario y financiero. Por lo tanto, no nos queda otro remedio que agudizar mucho el ingenio, si de verdad queremos construir algún día una alternativa viable. Algo así requeriría mucha visión de futuro, altura de miras y capacidad de liderazgo, algo que echamos de menos los santacruceros desde hace demasiado tiempo. Por supuesto, la salud es lo primero y las leyes están para ser cumplidas, pero el caso de la refinería requiere mucha sensatez y prudencia por parte de todos.

*Portavoz del Grupo Popular en el Ayuntamiento de Santa Cruz y vicesecretaria regional del PP de Canarias