Julio 1988, está amaneciendo, llevamos más de una hora volando sobre el Mar del Norte y en el horizonte se empiezan a ver luces rojas y amarillas. Cuando nos acercamos se aprecia el inconfundible perfil de una plataforma petrolífera. El piloto de KLM dice algo que no entiendo, con el ruido es imposible escucharle pero los gestos son claros, estamos llegando.

Junio 2014, está amaneciendo, esta vez no voy en un helicóptero Sykorski, ni llevo un mono para sobrevivir en aguas gélidas durante quince minutos. No trabajo ya en una multinacional petrolera.

Conduzco, mi hija pequeña va detrás, bajo hacia la Rambla, estoy en Santa Cruz de Tenerife. Veintiséis años más tarde algo me sitúa de nuevo en el Mar del Norte.

Al fondo, incrustadas en el paisaje de la ciudad, se distinguen luces rojas y amarillas y reconozco de nuevo el inconfundible perfil de una plataforma petrolífera.

A la izquierda dejo la sede de mi club rotario; cada martes noche se reúne para escuchar un rosario de peticiones de ayuda de otras ONG a las que a veces podemos dar solución. A la derecha, en la misma calle, como cada día, decenas de excluidos sociales esperando que abra el centro donde se les da alivio a sus necesidades. "Parecen zombis, papi", me dice inocentemente mi hija.

No estoy en la rica y próspera Holanda de los años de bonanza, estamos en medio de una crisis que afecta a un continente, en uno de los países más deprimidos y en una de las ciudades con mayores niveles de pobreza: Santa Cruz de Tenerife.

En el paso de peatones dos universitarias cruzan, y me vienen a la mente algunos casos sociales resueltos en ese entorno, casos sueltos que de repente se cruzan, anécdotas ilustrativas. El primero: alumna de Ingeniería que juega al póker por la noche para multiplicar el poco dinero que tiene y poder estudiar y sobrevivir. ¿El truco? Permanecer sobria, frente a rivales que normalmente no lo están, dice que es muy duro, muchas horas para pocos euros; desagradable, una beca para que remate su formación y unas prácticas... ahora triunfa profesionalmente.

La frustración se anuda en el estómago por instantes con otro caso, el más reciente. Llamémosla Yurena. Ha dejado la universidad porque no puede compaginarlo. Sus padres pueden estar perfectamente leyendo esta artículo, ajenos a la realidad. No ha cumplido veinte años, colegio de pago, buenas notas en la PAU, como dice ella, en el argot, "pasa" en un piso de Santa Cruz. En casa creen que tiene un trabajo de auxiliar, el que a ella le gustaría. Nos lo ruega pero no lo hemos conseguido aún. Mientras perfeccionamos su CV, desgrana detalles de lo que vive a diario. No pone ninguna emoción a su relato, solo frustración, da la impresión de que en este año ya lo ha llorado todo. Sin otra oportunidad en el mercado laboral actual, necesita poner en valor su cuerpo para mantener su nivel de subsistencia. Disculpen tanta realidad en solo dos frases.

Me despido de ella, suerte. ¿Nos volveremos a ver a la vuelta de unos años? Si no tiene esa suerte que le deseo ya la estoy viendo en clases de reinserción laboral en una ONG local. Contrariada y agazapada en las últimas filas tratando de que no la reconozca. Clases destinadas a personas a punto de obtener su libertad o que acaban de superar distintas adicciones. Ya he visto otras Yurenas en esas aulas, sus miradas sin brillo te encogen el corazón. Mi Yurena confiesa que hace ya unos meses que comenzó a consumir: "Muy poco, lo controlo y mi cristal es de calidad". Creo que el ya escaso brillo de sus pupilas tiene los días contados. ¿O alguien piensa lo contrario?

El semáforo se pone en verde y al levantar la vista vuelvo a ver las luces de la plataforma, pienso en todos los enemigos que le han salido al crudo y a su entorno, en los cincuenta millones de euros anuales que la refinería va a dejar de "quemar" en su fumarola y que deja ahora en Canarias, en el estéril debate sobre unas prospecciones de algo que no sabemos si existe, en la guerra contra el puerto, no contenedores aquí, no Granadilla allá... en la cultura del "no a todo" y en sus consecuencias, palpables.

Mientras lo escribo tengo dudas en compartir "mi verdad", cada persona tiene una y somos muchos, pero lo que no dudo es cómo la firmaría, no como el decano de los consejeros de la Autoridad Portuaria que da cobijo a esa plataforma; no como el directivo veterano de la asociación industrial donde la empresa que regenta la refinería acude un mes sí y otro también a contarnos los ataques que recibe; no como directivo de la patronal a la que esa asociación pertenece.

Lo tengo claro, si reúno la suficiente cantidad de aquello que Tito Vilanova definía en su estado de whatsaap como "seny, pit y collons" -en castellano léase serenidad y valor- y envío estas reflexiones, las firmaré a título personal como voluntario de una ONG apolítica, una más de las que trata de ayudar, con mayor o menor éxito, a los excluidos de esta sociedad santacrucera.

Porque cuando hay que pedirles a los que deciden si se puede impulsar una nueva actividad industrial o mantener una ya existente y rogarles que no cierren las puertas a nada por sistema, ya no solo se puede esgrimir la diversificación de nuestra economía, o el impulso de nuestros nodos logísticos, ni las economías de arrastre. No, por encima de factores económicos hay una demanda social, la necesidad de un trabajo digno.

Si se cierran las puertas que nos llevan a más oportunidades laborales o a mantener las actuales, se abren otras, por desesperación en muchos casos, que cuando se cruzan comunican directamente con el más allá y llevan a vivir un infierno en vida.

Son las 7 de la mañana, está amaneciendo y Yurena debe de estar levantándose; a las 8 "entra a trabajar". Cuando salga, doce horas más tarde, a la altura de la plaza de España, seguramente se cruzará con la manifestación convocada en contra de las prospecciones. Si le queda algo de ingenuidad a sus diecinueve castigados años, lo dudo, es posible que incluso se una a ella.