En los días alegres de mi infancia conocí en mi pueblo de l Pinar, isla de l Hierro, a don Luis Diego Cuscoy, director del Museo Canario, y a don Juan Álvarez Delgado, catedrático de Latín, a los que acompañaba, junto con mi maestro José Padrón Machín, caminando hasta l Julan, situado en la vertiente meridional de la isla, para examinar el conjunto arqueológico y los grabados rupestres de los guanches.

ra un niño con una curiosidad insaciable por la prehistoria, y, al oír las opiniones y conversaciones de dichos investigadores sobre los bimbaches herreños, empecé a conocer al admirable y noble pueblo guanche y a interesarme por su estudio. Al iniciar mis estudios universitarios en las Facultades de Derecho y Filosofía y Letras de la Universidad de La Laguna, reanudé mis relaciones con don Juan Álvarez Delgado y conocí a don lías Serra Rafols, cuyas clases de Historia seguía apasionadamente.

Le hice a don lías la pregunta sin respuesta que José Padrón Machín le formulaba con frecuencia a Cuscoy y a Álvarez Delgado: ¿cómo se explica que Grecia y Roma, las dos grandes culturas de la Humanidad, cuando celebraban una lucha entre dos personas era para derramar sangre -¡cuánta sangre se vertió en el Coliseo romano!- y matar al adversario?; y ¿qué explicación tiene que un pueblo aborigen, primitivo, que no conocía la escritura, ni la navegación, ni los metales, que habitaba en siete islas situadas al lado del continente africano, cuando organizaba una lucha entre dos guanches prohibía la violencia y, al derribar al adversario, se le saludaba y levantaba noblemente?

Tampoco pudo responder a dichas preguntas don lías, pero tengo modestamente para mí que influyó en sus estudios sobre el indigenismo canario y sobre la lucha canaria, uno de los legados y manifestaciones culturales, artísticas y deportivas más nobles del pueblo guanche.

Como practicante de este deporte y descendiente de luchadores, especialmente mi padre, fiel exponente del más puro arte herreño de la lucha canaria, me produjo deleite la lectura de las referencias a nuestra lucha que han hecho, entre otros, Viera y Clavijo, Abreu y Galindo, Torriani, fray Alonso de spinosa, y Antonio de Viana en el Canto IV de su "Poema", tan brillantemente estudiado por María Rosa Alonso.

Pero fue con la lectura de la obra de Bethencourt Alfonso como descubrí la dimensión histórica de los Juegos Beñesmares, parangonables a las Olimpiadas helenas, en los que los reinos guanches pactaban la paz y suspendían sus hostilidades en las épocas del año en que se celebraban. No tuvo el pueblo guanche un Homero que las versificara.

Mis lecturas sobre el indigenismo canario, continuadas en el tiempo, de una buena parte de la obra de los historiadores canarios clásicos y de los más recientes investigadores, me permiten valorar muy positivamente el libro de Arístides Díaz Chico, sostén poético e infatigable valedor de la lucha canaria, que espero sirva de acicate para que los responsables políticos del Gobierno de Canarias desarrollen la todavía pendiente disposición final cuarta de la Ley 8/1997, de 9 de julio, Canaria del Deporte, que estableció: "l Gobierno elaborará un reglamento específico en el que se establezca el régimen jurídico de los juegos y deportes autóctonos y tradicionales de Canarias, así como el desarrollo de los aspectos culturales y educativos de los mismos". Ya que la lucha canaria, legado sagrado de los guanches, como escribió Leoncio Rodríguez en el año 1920, "debe ser nuestro deporte por excelencia, por su arte, su plasticidad, y su intensa emoción". Añadiendo el ilustre escritor y periodista estas hermosas palabras: "La lucha canaria es la fuerza al servicio del ingenio del combatiente, la hidalguía del vencedor con el vencido, la sutileza y la bravura, el combate duro sin sangre, y, tras el combate, la mano que se tiende generosa y caballeresca para levantar al caído y darle el abrazo de paz y fraternidad como remate triunfal".

*Abogado en ejercicio, magistrado en excedencia y ex fiscal general del stado