La gasolina es más barata en Canarias que en el resto del Estado (excepto Ceuta y Melilla). Unos 0,24 céntimos por litro en la actualidad (el equivalente, en la vieja moneda, a 38 pesetas). Al cabo de un año, el ahorro de un ciudadano que use su coche para ir al centro de trabajo cada día puede estar entre los 400 y 500 euros en comparación con un conciudadano peninsular. A cambio, cualquier residente en el continente puede optar por un transporte público que incluye las redes ferroviarias, donde el Estado invierte cada año miles de millones. Hablamos de trenes de cercanías, que es la parte más modesta. Solo en las redes de Alta Velocidad, con una extensión de más de 3.000 kilómetros, la inversión supera ya los 40.000 millones de euros.

Dependemos de las gasolinas y el gasoil para movernos por carreteras. Y de los fueles de aviación para nuestro turismo. Y del fuel navegación para el abastecimiento y las exportaciones de bienes y servicios. Así que se trata de un producto de primera necesidad con una alta incidencia en nuestra vida. En economía, el costo energético es uno de los factores determinantes de los costos de producción. En la vida de las familias es aún más importante.

Pues bien. Un litro de gasolina es una clavada, un robo a mano desarmada del que nadie nunca dice nada. En Península, el precio real del litro de gasolina apenas supone el 45% del precio final. Todo lo demás son impuestos. Primero el impuesto indirecto IVA, luego un impuesto especial sobre el combustible, el Impuesto sobre Venta Minorista de Determinados Hidrocarburos y los impuestos especiales autonómicos, como el céntimo sanitario. En Canarias, además, gravamos el litro con un impuesto para carreteras.

¿Cómo es posible que un combustible esencial en Canarias para el único sistema de transporte que tenemos esté gravado con impuestos que duplican su precio de costo? Hemos construido un sólido discurso sobre la lejanía y la ultraperiferia de Canarias, sobre el costo de la insularidad y el handicap que supone vivir en el archipiélago. Sin embargo, no existe el menor escrúpulo en aplicar una fiscalidad absolutamente salvaje -similar a la continental- sobre los combustibles de automoción, cuyo valor social y estratégico en las islas no se parece ni por el forro al que tienen en un territorio continental con más alternativas de transporte disponible.

El derrumbe del precio del petróleo, que ha caído a sesenta dólares el barril, apenas se ha notado en las gasolineras. En el colmo del cinismo, las autoridades han tenido que explicar a regañadientes que como casi todo el precio de las gasolinas son impuestos, por eso afecta tan poco que baje la materia prima. Un escándalo. Gobiernos de derechas e izquierdas han camuflado la insaciable glotonería presupuestaria en una imposición "indirecta" salvaje, de impuestos que no se notan, como la mordida de ciertos murciélagos vampiros que inyectan en la herida una sustancia para que la sangre salga más fácilmente de los bolsillos. El Gobierno muerde soplando.

Pavonearnos de vivir en unas islas de baja fiscalidad es una falacia. Lo grita el costo de la vida. Lo que demuestra el precio de la cesta de la compra. Lo expresa una sociedad demolida y una pobreza intratable, una banca carroñera y una administración pública que sólo vive para mantenerse a sí misma sobre el lomo de sus ciudadanos.