Cuando la razón y las emociones colisionan en política, ganan invariablemente estas últimas, como recordaba el politólogo y catedrático de la Universidad de Salamanca Manuel Alcántara en un interesante artículo publicado el pasado verano en la Revista Española de Ciencia Política.

El trabajo de este experimentado investigador, titulado "Neuropolítica: una aproximación a la micropolítica", explica de manera muy gráfica cómo la neurología condiciona las decisiones de electores y elegidos, y por qué el componente anímico subyace por encima del cerebro racional: básicamente, se trata de una cuestión evolutiva, consustancial a la especie humana.

Empatizar con las emociones del electorado resulta imprescindible no solo para ganar unas elecciones, sino también para comprender cómo el partido en el poder perdió el pasado domingo 2,4 millones de votos con respecto a las Locales y Autonómicas de 2011 (-28%), y 4,7 millones de sufragios menos que en las últimas Generales (-44%).

Eso, después de salvar el país de una quiebra inminente y de situarnos a la cabeza de Europa en el nuevo ciclo de crecimiento económico. Desde un punto de vista puramente lógico, podría parecer sorprendente, pero desde luego tiene explicación, y además es mucho más sencilla de lo que algunos sesudos analistas creen.

La recuperación de las cuentas del Estado en los últimos tres años es una realidad innegable para cualquier observador imparcial, y está claro que al Gobierno le pareció ese un sólido argumento electoral. El problema es que los argumentos y la realidad tienen poca influencia sobre las decisiones de los ciudadanos, especialmente cuando no coinciden con las creencias arraigadas en su cerebro emocional.

Además, una cosa es el Estado -hoy a salvo, afortunadamente- y otra muy distinta son las personas que lo conformamos. El Estado no siente ni padece, la gente sí.

Irónicamente, dos días después de la cita con las urnas, el propio Gobierno certificaba ese padecimiento ciudadano, con la publicación de la Encuesta de Condiciones de Vida realizada por el Instituto Nacional de Estadística (INE), que arrojaba un dramático dato: el porcentaje de población en riesgo de pobreza aumentó dos puntos el pasado año, hasta alcanzar al 22% de los españoles. En el caso de los menores de 16 años, el 30% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, es decir, uno de cada tres menores. Dantesco.

El estudio demoscópico del INE -algo optimista según otros criterios de evaluación europeos como el AROPE, que dibuja un escenario mucho peor (29% en lugar de 22%)-, pone de relieve que el 42% de los hogares de nuestro país no tiene capacidad para afrontar gastos imprevistos, el 45% de las familias no puede permitirse ni una semana de vacaciones al año y el 10% acumula retrasos en el pago de los gastos básicos de subsistencia.

Cuando casi la mitad de un país sobrevive en estas circunstancias de angustia y ansiedad, las responsabilidades y los juicios racionales dejan de importar, por lo que resulta absurdo evaluar su comportamiento en las urnas en función de la lógica o la aritmética. Electoralmente hablando, lo relevante es el estado emocional de esos ciudadanos y de sus seres queridos, y no hace falta un máster en Psicología de la conducta para entender su extenuación.

Un Gobierno puede tener poderosas razones de su parte para explicar su gestión, pero si la percepción emocional de los ciudadanos juega en su contra, la batalla electoral está perdida. Ahí está la clave de lo ocurrido.

Quienes no disfrutan de las mejoras económicas en sus hogares y bolsillos no pueden comprender esas mejoras, y mucho menos sentirlas como propias, que es lo que realmente cambiaría sus vidas. De hecho, en el marco mental de esos ciudadanos los beneficios constatados por los organismos internacionales no son auténticos. En su sistema límbico cerebral solo existe un sobresfuerzo hasta ahora estéril y sin recompensa que les conduce directamente a la melancolía, una tristeza que, prolongada en el tiempo, empuja siempre hacia la depresión.

¿Y cómo se defiende nuestro cerebro de una amenaza como la depresión? Pues de las dos únicas formas que la herencia genética nos permite: inmovilizándonos o atacando, lo que traducido a la conducta electoral viene a ser abstenerse o votar en contra del partido en el que anteriormente depositaron su confianza.

Sin lugar a dudas, son muchos más los factores que condicionan unos resultados electorales como los del domingo, y sobre todo en el caso de circunscripciones locales y regionales. La ideología, la idoneidad de los candidatos, el acierto de las estrategias electorales, la capacidad de movilización o el atractivo de las propuestas programáticas tienen su influencia, por supuesto que sí, pero ni siquiera la suma de todos esos componentes puede alterar la creencia individual de que las cosas le van mal a quien las cosas le van mal.

Y según el Instituto Nacional de Estadística, son millones los ciudadanos que sobreviven en la creencia cierta de que la fortuna les dio la espalda hace mucho tiempo. Votar, como cualquier otra elección en la vida, tiene más que ver con la emoción que con la razón. Quien no entienda esto no puede comprender lo ocurrido en las urnas.

* Periodista y editor de www.analisisnoverbal.com