Tim Guénard es un apicultor francés al que su madre abandonó atado a un poste de electricidad cuando tenía tres años. Cuando había cumplido los cinco, su padre le dio una paliza que le envío directamente al hospital una larga temporada. Después de aquel horror, anduvo viviendo como pudo en un orfanato, en la calle, hasta en un hospital psiquiátrico al que llegó por una confusión administrativa, y en un reformatorio donde aprendió a pelear. Así se plantó Tim en la adolescencia con más rencor acumulado del que podamos imaginar.

Me tropecé con la historia de este hombre que padeció terribles formas de violencia en "Levantarse y luchar", de Rafaela Santos, quien le entrevistó para su libro. En la web del Instituto Español de Resiliencia puedes encontrar la entrevista completa. "Un día de lluvia -cuenta- Tim vio a través de la reja del jardín de una casa que un perro se había enredado en su propia cadena al dar vueltas sobre un árbol, y al quedar enganchado, no podía moverse ni resguardarse en su caseta". En "la mirada de aquel animal indefenso vio su propio reflejo" y comprendió que "la rabia que sentía lo tenía encadenado". Una jueza que atendió su caso le consiguió un trabajo como aprendiz de escultor de gárgolas. A partir de aquí tropezó con gente que le echó una mano y -sintetizando muchísimo su historia- le ofrecieron una salida a tanto dolor. Hoy día, Tim Guénard está casado, es padre de cuatro hijos, en un libro autobiográfico desnuda su existencia para contarnos qué es "Más fuerte que el odio", y se declara feliz.

El término "felicidad" me resulta escurridizo y aún más, cuando lo encuentro vinculado a cierta ceguera de inmadurez. Esto es, una especie de felicidad vendida en eslóganes, basada en el cumplimiento de un logro, en la obtención de un deseo o en conseguir lo que quiera que sea.

Dice Zygmunt Bauman que "desde el paleolítico los humanos perseguimos la felicidad..., pero los deseos son infinitos. Y las relaciones humanas quedan secuestradas por esa manía de apropiarse de cuantas más cosas mejor". Bauman, sociólogo, premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2010, está considerado un referente del pensamiento mundial que va camino de los noventa y uno en plena lucidez mental. Él fue quien utilizó el concepto de "modernidad líquida" para explicarnos cómo son las cosas en nuestra sociedad postmoderna "flexible y extraordinariamente móvil", semejante al agua que contiene un vaso y que, con solo decantarlo, se modifica. Ahora, esta expresión de "sociedad líquida" nos es familiar y te la encuentras con frecuencia a poco que navegues en la red.

En una entrevista de La Vanguardia que archivé hace un par de años, Bauman afirma que es "muy difícil encontrar una persona feliz entre los ricos". Explica que el rico tiene una "tendencia obsesiva a enriquecerse más", "nada les sacia, se colapsan, ¡catástrofe!", añade. La periodista entonces le interpela: "¿La felicidad no es la suma de momentos de felicidad, como dicen algunos?". "No -responde el sociólogo- la felicidad es el gozo que da haber superado los momentos de infelicidad. Haber logrado transformar tus conflictos, porque sin conflictos nuestras vidas, mi vida, hubieran sido un verdadero aburrimiento".

Si me dieran a elegir, no estoy segura de preferir los malos tragos al aburrimiento. Pero lo que resulta incontestable es que los malos tragos, a veces de un amargo escalofriante, forman parte de la vida. Tratar de aferrarse a una felicidad que lo ignora, probablemente es abonarse a una espiral anhelante de infelicidad.

Sin embargo, la transformación del conflicto -que dice Bauman-, la superación del dolor -que experimentó Guénard- me hablan de una felicidad más palpable, más madura, más real, más vital.

@rociocelisr

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