Las lecturas de verano son siempre propicias para el aprendizaje, tanto si tratan temas históricos o de evasión, estos últimos sin más transcendencia que pasar un rato distraído. Ahora que casi todo el mundo tiene injertado el muñón del móvil, especialmente los más jóvenes, sostener un libro entre las manos es una opción más orientativa, que nos obliga a imaginar más exactamente lo que estamos leyendo. Contrariamente a los artilugios informáticos, que lo dan todo hecho, las neuronas ociosas despliegan su creatividad ante los retos de la existencia de un pasado, que se remonta a nuestros ascendientes relativamente cercanos. Tal es así que la inminente inauguración de la nueva estación marítima, acorde con la categoría del puerto chicharrero para facilitar el tránsito de pasajeros, supone el colofón con el pasado más próximo de unos viajeros con vestimentas aparatosas, intentando desembarcar por la minúscula playa anexa al castillo principal, o en un momento de calma por el muelle del martillo -destruido por el oleaje y reedificado en varias ocasiones-, ayudados por unos esforzados barqueros que hacían del oficio su medio de vida. Mientras que los barcos que los habían transportado permanecían borneando sobre el ancla en la rada totalmente abierta haciendo aguada y tomando suministros.

Todas estas vicisitudes, que serían largas de enumerar, se zanjaron con el nombramiento por el Gobierno Central de Francisco Clavijo, un ingeniero civil responsable de las obras públicas de Canarias, que iniciaría en 1847 el proyecto de construcción del muelle necesario para barcos de mayor porte. Algo que podríamos definir como el embrión de lo que es en la actualidad nuestra antesala marítima. Para los que acumulamos lustros vitales, recordamos vivencias de cómo la ciudadanía tenía por costumbre pasear a lo largo de la muralla del muelle sur, compartiendo los tramos con los pescadores aficionados que aprovechaban los ensanches semicirculares para remojar sus aparejos, ante la expectación de algunos curiosos. Recuerdos de tantas noches con la vista fija en las boyas pintadas de blanco o del tirón inesperado de algún sargo novelero que caía en la trampa del señuelo. Tampoco se hacía ascos, en época de zafra, a la visión de las operaciones de carga y descarga de mercancías, siendo la nota más destacada la presencia de algún trasatlántico en estadía temporal desembarcando a sus pasajeros, que tomaban asiento en los taxis descapotables, dispuestos en hilera para la ocasión. La presencia de alguna agrupación folclórica, con sus cantos y bailes, ponía contrapunto a las voces de los cambulloneros vendiendo tabacos, bebidas y pájaros canarios enjaulados, que hacían pasar por auténticos ases del bel canto a los ingenuos compradores y sin derecho de reclamación al zarpar el barco. Todo ello ponía una nota de colorido que hoy, por razones de seguridad exigidas por las propias navieras, está prácticamente vedada al tránsito ciudadano.

Ante mi obligada pregunta a un condiscípulo de náutica, que fue director del puerto a las órdenes de la Autoridad Portuaria, me comparó las secciones de atraque con las pistas del aeropuerto. Imagínate, me dijo, si los paseantes irrumpieran en las zonas de rodaje o de estacionamiento de aviones, ¿te supones el peligro si apareciera un chiflado con una bomba? Pese a su certeza, no dejo de considerar que habrá alguna fórmula para compaginar con el puerto esa tradición de antaño, interrelacionando de nuevo a los vecinos con la antesala de su ciudad. Una ciudad nacida al filo de la ola y que en breve va a disponer de una estación marítima acorde con sus exigencias. Vaya mi felicitación al equipo responsable de puertos de la provincia, que ahora dirige Ricardo Melchior Navarro.

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