En el muy escalofriante libro de Paul Preston "El holocausto español. Odio y exterminio en la guerra civil y después" el autor refiere una información que pone los pelos de punta. Dice: "Un terrateniente de la provincia de Salamanca, según su propia versión, al recibir noticia del alzamiento militar en Marruecos en julio de 1936, ordenó a sus braceros que formaran en fila, seleccionó a seis de ellos y los fusiló para que los demás escarmentaran. Era Gonzalo de Aguilera y Munro, oficial retirado del Ejército, y así se lo contó al menos a dos personas en el curso de la Guerra Civil. (...) Si bien esta presunta atrocidad supone una excepción extrema, los sentimientos que pone de manifiesto eran bastante representativos de los odios incubados lentamente en la España rural durante los veinte años anteriores al alzamiento militar de 1936".

En Canarias, en Tenerife, donde realmente se puso en marcha el mecanismo de la guerra civil, para desgracia de todos los españoles y para desgracia nuestra, sabemos muy bien de cómo se alimentaron esos odios, porque nuestros padres y nuestros abuelos fueron testigos y, aunque a media voz, nos pasaron testimonio oral de los mismos. La historia escrita, e incluso la historia filmada, dio testimonio, después del franquismo, de esas atrocidades cometidas en nuestro propio suelo, en Gran Canaria, en Tenerife, en las otras islas, y hay un hecho que los simboliza a todos ellos, el del asesinato, en las aguas del Puerto de Santa Cruz, del poeta Domingo López Torres, sobre el que hizo una película el tan inquieto como buen cineasta que es Miguel García Morales. A López Torres lo mataron porque sí, porque sobre la gente que escribía o pintaba o pensaba por su cuenta lo señaló el fascismo que se había crecido después de la noticia de que Franco, en efecto, había tomado el mando para enderezarle la mano a este país descarriado...

La represión fue muy dura, y fue muy duradera; sometieron a pueblos y a ciudades, atemorizaron, encarcelaron, y todo empezó, como escribe Preston, al menos veinte años antes de que se alzaran los militares traidores a la República siendo Tenerife el punto en el que se encendió la mecha. Así que a López Torres empezaron a matarlo mucho antes, como mucho antes de que lo asesinaron en Granada empezaron a matar a Federico García Lorca, que cayó en un descampado la noche del 19 de agosto de hace ochenta años. Como bien se dice, no fue el único, tampoco fue el único Domingo López Torres; hubo muchos asesinados porque sí, fuera del fragor de los combates, tan solo para amedrentar a la población y a sus colegas, y sus asesinatos impunes (impunes para siempre) los cometieron bajo la protección de la sociedad civil de cada sitio, envalentonados por palabras como Dios y Patria, como si la patria la salvaran matando, y, por ejemplo, matando a poetas.

Como el caso de Lorca, por la significación del poeta del dolor y de la alegría en aquel momento, fue el más famoso de los asesinados en los albores de la guerra civil, hasta hoy ha llegado su eco, con nuevas revelaciones escalofriantes, algunas contrastadas y algunas fruto de la imaginación que se ha ido calentando sin cesar con el paso de los años. Pero no fue esa noche triste de Granada cuando lo mataron, no fue en ese punto mismo de la historia cuando empezaron a dispararle a Lorca. Como sucedió en Tenerife y en todas partes, y como señala Preston en ese libro tan recomendable para recordar y entender, hubo una campaña inclemente, de infundios, de delaciones, de denuncias, de intimidaciones, que fueron señalando con un dedo lleno de pólvora a aquellos ciudadanos incómodos que había que eliminar para que siguiera adelante, triunfante, la acción fascista que le dio la victoria a Franco en nombre de Dios y de la Patria.

Esa costumbre de delatar para señalar con el dedo no es nueva, ni se inauguró entonces; es tan vieja que continúa hasta hoy, en forma de chisme, de adulación y de perversión de la discusión pública. Este país, como tantos países, como sociedades en todo el mundo, convive con el rencor, el delirio de crear enemigos poco a poco, hasta que la sociedad juzga inevitable darles un escarmiento. De aquellos escarmientos, de Lorca, de Domingo López Torres, hace casi un siglo, pero, ay, el espíritu que los señaló está tan interiorizado que ese espíritu sigue, no se ha acabado nunca. Aunque ya no haya pólvora, ni piedras para hundir los cuerpos en el mar.