Lo peor del infundio no es el daño que sufren los agraviados, sino el regocijo que disimulan los que están alrededor.

Hace muchos años un periodista de Madrid que persiguió con una saña salvaje a todos los compañeros de El País, el periódico en el que trabajo, de los que fue amigo decidió emprenderla también conmigo. Del artículo me avisó el poeta Mario Benedetti: "Juancito, ¿qué le has hecho a este hombre?"

Leí el artículo, me asustó que una persona dijera de otra, en público, esos insultos, sólo por una venganza consecuencia del odio que el autor había albergado contra el grupo en el que él había trabajado.

Al cabo del día recibí llamadas de personas que se sintieron amigablemente agraviadas por lo que se decía de mi (y de mi familia) en ese texto (ya las había dicho el mismo periodista sobre otros, era reincidente); pero hubo una llamada que me resultó curiosa. Era de alguien que me pedía que le enviara una fotocopia (entonces funcionaba el fax), del dichoso insulto impreso. Él quería compartir esa lectura de la que tanto debía hablarse en sus alrededores.

Seguramente ese amigo lo pedía de buena fe, solidariamente; pero era inevitable pensar que en su petición había ese morboso regocijo que sienten fatalmente algunos humanos cuando se dice de otro algo que no es cierto pero que corre y se sitúa en el ambiente colectivo como una nube de polvo sucio que anima el cotilleo y la maledicencia. Poco a poco la bola se hace mayor y la persona ofendida no encuentra argumentos para escapar de esa mirada de reojo que la persigue por las calles como si hubiera cometido un delito cuando en realidad lo que ha recibido es eso, un insulto.

Pero así es la naturaleza humana; he contado esa anécdota personal, y había podido contar otras, pero esta me sirve para añadir un detalle que ya he revelado en otra parte. Cuando leí esa ristra de insultos le pedí a un magistrado amigo mío si debía acudir al juzgado para denunciar tamaña sarta de disparates personales. Me dijo que no, no me lo aconsejaba.

En aquel momento (como ahora) el insulto se juzgaba con una enorme lentitud y mientras tanto me podían seguir "dando estopa". Eso fue lo que dice el amigo juez.

Ha pasado con otros amigos, profesionales canarios que desarrollaron en Madrid la mayor parte de su actividad profesional y que fueron acosados por la prensa y por la sociedad antes de que los insultos que recibieron con saña los llevaran a la comisaría o al juzgado. Acaban de ser exonerados de una acusación venal Caco Senante y Teddy Bautista, por haber comprado para la SGAE un timple firmado por Alberti que un juez instructor estimó demasiado caro. Antes había sido exonerada la añorada Piluca Navarro, que había sido mano derecha de Felipe González en La Moncloa y fuera de La Moncloa. Ella había sido acusada de utilizar para su beneficio fondos reservados del Estado. Era mentira.

Antes de que los tres, Teddy y Caco por un lado, ahora mismo, Piluca hace mucho tiempo, fueran absueltos de las respectivas acusaciones fueron insultados a diario, con el regocijo correspondiente de los amigos falsos que aumentaban el rumor perverso de las voces de los que se consideraban informados, los entendidos que lo saben todo y lo proclaman en los pasquines tertulianos o en la letra impresa.

Cuando a los tres los exoneraran de los agravios judiciales correspondientes, los mismos (en la prensa, en las tertulias) han guardado silencio. Antes su regocijo era una burla; su silencio después es una costumbre, la costumbre que adquiere el que hace daño, habla con media boca, lanza su insidia y luego se calla.

Piluca, Teddy, Caco. Vaya este relato de su experiencia como homenaje a los que sufren el malvado regocijo de los falsos justicieros.