A Miguel Ángel Bastenier, el periodista más rápido del mundo.

Don Domingo Pérez Minik fue un maestro muy especial. Su deseo era que los demás prosperaran a su lado, que fueran felices. Sus máximas para vivir eran la libertad y la felicidad, y nos dio ambas a manos llenas. Era un socialista anglófilo, de modo que cantaba lo mismo La Marsellesa que La Internacional o God Save the Queen. Su muerte, en 1989, nos causó a todos una gran tristeza. A mi me atravesó esa noticia en el tiempo de una importante crisis personal y anduve zombi esos días, como si hubiera habido un terremoto y no supiera dónde estaban las ruinas.

Luego me recuperé y escribí mucho de don Domingo, en la prensa canaria o peninsular; me dio pena que, en aquel entonces, personas que luego han rectificado aquella burla se burlaron de la devoción intelectual y personal que tanto yo como otros expresamos sobre la figura de don Domingo. Y, por fortuna, aunque la vida oficial mantiene la mezquina relación que el franquismo y la democracia le mostraron en vida, su figura ya es conocida, respetada, y no siento ahora que estas líneas de nuevo homenaje vayan a causar las burlas que, lamentablemente, se produjeron aquí, en su tierra, cuando a su muerte se nos dijo que parecíamos los deudos de don Domingo.

Pero así son las cosas entre nosotros, por desgracia, y me parece que a veces se alivian pero tienden a tornarse igual de malsanas con demasiada frecuencia. En todo caso, este exordio sólo quiere poner en contexto las razones de la admiración que sentimos por don Domingo, por su carácter liberal y abierto, risueño pero profundo, capaz de juntarse con sus adversarios y de mantener con ellos una conversación civilizada. Civilizada: cuánto le gustaba esa palabra.

Lo leí aquí, en EL DÍA, antes de que lo conociera en persona. Lo conocí cuando los dos salíamos de la librería La Prensa, en la calle del Castillo. A partir de ese encuentro, en el que él se mostró como un maestro sencillo y cordial, nada afectado, se produjo entre nosotros una larga conversación interminable, que siguió luego en la sede de EL DÍA, cuando él venía, los viernes, a entregar sus artículos, en viajes peninsulares (a Barcelona, por primera vez, a Cadaqués, a Madrid...). Esa conversación nunca fue bobalicona; él era un hombre de un carácter analítico y dialéctico: nada era frívolo en la expresión de sus preocupaciones. Tampoco estaba dotado para el cotilleo, la intriga o la patraña, aditamentos personales que desdeñaba de manera tajante. Porque, además de ser tan cordial y tan afectivo, podía mostrar ese carácter tajante, intransigente, contra lo que él llama boberías; esas boberías incluían aquellos libros, o aquella literatura, que le pareciera afectada o inane, basada en los costumbrismos que, según él y los surrealistas que lo acompañaron durante años en su viaje intelectual, marcaron muchos años de la literatura hecha en Canarias.

Y aunque era un cosmopolita, un hombre sin fronteras, y sin orejeras, le dedicó una muy generosa atención a la cultura insular, a la literaria, a la pictórica, fue un excelente observador del urbanismo y la arquitectura. Y fue implacable demoledor de la angustiosa relación que el pasado isleño tenía con actividades carnavaleras y otras fruslerías que no añadían rigor al pensamiento o al debate canario.

Todas esas características o dedicaciones de don Domingo impregnaban los numerosos artículos que publicó en EL DÍA. Los venía a entregar los viernes, como queda dicho. Venía con traje y corbata; cada vez fueron más informales, más vivos, sus colores; en los últimos años de su vida venía con sahariana beis; llegaba y seguía de pie, comentando la vida y otras cosas con su primo Juan Pérez Delgado Nijota y con sus restantes amigos de la Redacción. Era compañero de tertulia (la tertulia del Sotomayor) de Ernesto Salcedo, el director de aquel entonces, y de don José Rodríguez Ramírez. Él era muy deferente y educado; sus visitas al periódico eran, al menos para mi, una celebración del afecto y de la discreción, y también de la modestia: jamás conocí a alguien que mostrara tanto respeto y prestara tanta atención a lo que hacíamos o pensábamos los jóvenes.

Esos artículos se publicaban los domingos con el título genérico de Diario de un lector. Una de esas entregas coincidió en el tiempo con el estreno en Tenerife de Diario de un loco, de Gogol, y al linotipista se le debió ir la caja de la cabeza, de modo que ese domingo la sección habitual de Pérez Minik tuvo este otro título: Diario de un loco. Salcedo se preocupó, nos preocupamos los que estábamos en la Redacción. A don Domingo le importó un pimiento: su sentido del humor no avanzaba más allá de la discreción con la que uno debe reírse de lo que ocurre. Y en esta ocasión aquel gentleman no dijo otra cosa que lo que decía siempre que quería expresar extrañeza y risa a la vez:

-Quelle histoire.

En esa época todos los compañeros o amigos contemporáneos o más jóvenes de don Domingo escribían artículos en la misma página que Pérez Minik ocupaba los domingos; dos columnas recuadradas en una página impar. Letra muy negra, como si fuera un editorial. Por ahí desfilaron Eduardo Westerdahl, Luis Alemany, Arturo Maccanti, Fernando Delgado, Alberto Omar... Lamento no tener a mano esa nómina, de modo que deben perdonarme quienes encuentren nombres a faltar... Los artículos de don Domingo los publicó, en ediciones muy bellas, la Fundación Cajacanarias. Si un día hicieran una colección con una antología de aquellos articulistas de EL DÍA seguro que se podría tener una idea de la vitalidad cultural que se vivió aquí, en nuestra tierra, en tiempos más oscuros.

Por mi parte, ahí aprendí a leer una muy variada antología de incitaciones a pensar por mi cuenta. En expresión de mi gratitud por aquella época y, singularmente, por don Domingo Pérez Minik titulé esta serie que espero seguir manteniendo en EL DÍA con el membrete que tuvo la columna Diario de un lector que un día, excepcionalmente, también se llamó Diario de un loco.