Siento una antiquísima fascinación por Barcelona, desde antes de la adolescencia. Gracias a la radio: se escuchaban mejor junto al barranco de San Felipe, entre La Vera y La Asomada, las emisoras que venían de allí. Esa es, como he contado aquí, la raíz de mi pasión por el Barça y, por ende, de mi afición irrefrenable al fútbol, que tantas oportunidades me ha dado para ser algo más feliz (¡o más desdichado!) en la vida.

Así que siempre que puedo vuelvo a Barcelona. Una ciudad bellísima; con graves problemas, con soluciones imaginativas; se abrió al mundo desde antiguo, y arrostró las sucesivas crisis y se rehízo en medio de dificultades que ya vio Miguel de Cervantes en su memorable Quijote.

Ahora, como es evidente, vive un momento político difícil de sobrellevar o de entender si no se tiene la mente capaz de concebir que las ideas de los otros no son despreciables sino motivo de discusión y de contraste.

Barcelona, pues, es ahora no sólo símbolo de lo que fue, desde el Quijote a la mejor parte del siglo XX, su apertura a Europa y a América, su liberalidad inteligente, su modernización acelerada; es, también, el centro mismo del procès independentista cuyas circunstancias debo respetar pero cuyos objetivos no comparto en absoluto.

Hay algo más que afecta ahora a Barcelona, gracias a la explosión de su imagen internacional, debida en gran parte a aquellas olimpiadas de 1992 que, por cierto, fueron concebidas y ejecutadas por el ayuntamiento del socialista Maragall en las postrimerías de la Transición que dirigió, desde 1982, Felipe González.

Esa explosión internacional de la imagen de Barcelona ha atraído a millones y millones de turistas, cuya difícil canalización ha convertido al extranjero en un ente sospechoso en la Ciudad Condal.

Esta es una curiosa circunstancia. Los que defienden que entren en España los extranjeros, por otras vías, cuestionan que vengan extranjeros por esta vía del turismo. El turismo es un fenómeno mundial que tiene que ver con los avances de la comunicación aérea o marítima, con las oportunidades de abaratamiento de esos viajes en cualquier medio; Barcelona es un punto de llegada muy propicio, no sólo por la belleza de la ciudad, sino porque a ella se puede llegar por todos los medios de transporte que podemos concebir. Desde el avión y el coche al tren y al barco. ¡Y hasta a pie se puede venir a Barcelona desde cualquier parte del mundo!

Sin embargo, hay en Barcelona la fabricación paulatina, pero implacable, de una campaña que alienta al turista, al extranjero, a no venir. Naturalmente no voy a decir que esta sea una expresión de xenofobia, pero se lo parece. Si nos parece fatal el numerus clausus para el extranjero, ¿por qué nos ha de parecer bien el numerus clausus para el turista? ¿Dónde va el turista que quiere venir a Barcelona? ¿Lo mandamos a Teruel, o a La Coruña? ¿Hacemos más caro el desplazamiento, le impedimos la estancia?

Entre nosotros, en Canarias, el turismo fue aumentando a medida que se hicieron hoteles, paquetes de viajes que favorecían el destino del sol y de la playa (y de los montes, y de los jardines). En algún momento, por ejemplo en Lanzarote, la sobreabundancia de coches, de plazas hoteleras, así como el exceso de carreteras, convirtieron la Isla en un monstruo, como el monstruo que son ahora las aglomeraciones en centros turísticos de toda Canarias, especialmente en los sures de las dos islas mayores.

El reto es la planificación de la oferta; Barcelona quiere decirle a los turistas que no vengan. Pero los hoteles existen, las vías de comunicación no se han obturado. Las alternativas no existen, o no se ponen de manifiesto. ¿Cómo le dices a alguien que vive en Kuala Lumpur que a Barcelona no se puede ir?

Los numerus clausus los carga el diablo. Cuidado con el diablo.