Ha reaparecido, y todo el mundo sabe cómo ha sido, el fantasma del insulto. España es terreno abonado para el fenómeno, una especie de mala hierba que aquí prosperó desde la antigüedad y ha rebrotado con fuerza en algunos momentos especialmente fértiles para la maldad, como la época previa a la guerra civil.

En un libro que aconsejo con frecuencia, El holocausto español, de Paul Preston, el autor inglés que con más constancia ha contado los modos de hacer y de decir de los que de un modo u otro protagonizaron la guerra civil se refiere al clima previo a la contienda. El libro luego trata de lo que pasó en la posguerra, donde la represión de los ganadores resultó apabullante y sorda, como un trueno silenciado por la poderosa mano de la ley franquista.

Me fijé en ese prólogo porque ahí vi, desde que leí El holocausto español, una similitud inquietante sobre este fenómeno, el insulto, que me preocupa desde chico. Pues en mi pueblo, el Puerto de la Cruz, escuché muchas historias relacionadas con esa capacidad de insulto y delación que distinguió ambas etapas de mi vida. Personas que habían sufrido ese fantasma lo contaban en la plaza, o contaban las experiencias ajenas, y mi madre me recitaba, en mi adolescencia, cosas que ella misma oyó en forma de versos satíricos que formaban parte de la memoria de la comunidad a la que pertenecía.

Y esas sensaciones se reprodujeron al leer, sobresaltado, el contenido de ese prólogo de Preston a su inmenso, y controvertido, estudio. Porque lo fue: se discutió mucho ese libro por la palabra del título, holocausto, ¿fue un holocausto? Fue, en todo caso, una utilización imperiosa y ruin de la fuerza para doblegar y atemorizar a los que fueron vencidos. Sobresaltaba lo que pasó ya en tiempos de paz ("a veces la paz no es más que miedo", canta Raimon), y llamaba la atención la enorme violencia, verbal y de la otra, que precedió a la guerra. Entre los sucesos que narra Preston en el prólogo, sobre lo que pasó inmediatamente antes de la guerra, está el protagonizado por un terrateniente peninsular que ordenó el fusilamiento de seis de sus trabajadores justo cuando se supo que empezaba el alzamiento en África y en Canarias. Le preguntaron al hombre por qué lo había hecho, y él respondió algo así como: "Para que se vayan dando cuenta".

Esa anécdota cruel y todos los versos y otras noticias que me llegaron del pasado, así como la evidencia del insulto como una de las artes de la intimidación, me han preocupado siempre como lo más amenazante que pueda darse en democracia para derribar lo que ésta significa en puridad: el respeto a las opiniones del otro, del adversario, del que no está con nosotros, del que nos discute la primacía política o ideológica.

Y este es el momento en que esto sucede: están, en el Parlamento, en las tertulias, en la calle, en todas partes, en las barras de los bares, en los discursos y en los mítines, unos y otros dispuestos a la risa floja ante lo que dice el adversario, y están las palabras preparadas para hacerlas estallar como puños en el cielo, como si el insulto no tuviera consecuencias y fuera una gracia dicha para que desate más insulto y más carcajada.

Quisiera apuntar, en ese marco, lo que le pasó en el Parlamento a la diputada canaria Ana Oramas. Su decisión, la de su partido, de pactar los presupuestos con el partido del Gobierno, desató la burla del diputado que presentó la reciente moción de censura. La llamó tránsfuga y le dedicó otras lisuras. Su respuesta, en parte en verso, debió irritar al partido del diputado pues desempolvaron una declaración de otro diputado canario que rebuscó en la historia de los ancestros de Ana Oramas y de los suyos propios para darle respuesta en las redes.

Me pareció otro síntoma de esta desgracia que nos ocurre: la falta de respeto al otro que no te ríe las gracias. Y con esa inquietud ando, triste de ver que la vida de las palabras empeora gravemente.