Algunas veces he contado qué pasó cuando Ernesto Salcedo me pidió que hiciera la entrevista más importante de mi vida hasta ese momento.

Era junio de 1968 y pasaba por Tenerife don Julio Caro Baroja, el sobrino de don Pío, un autor del que yo había leído (caminando por las veredas de mi barrio) algunos libros; me había resultado fascinante Las inquietudes de Shanti Andia.

En aquel momento el sobrino de Baroja era una autoridad de la Etnografía; en aquel momento había publicado un libro (en Alianza Editorial, de su amigo José Ortega Spottorno, el hijo de Ortega y Gasset) sobre fiestas populares, brujerías y otras andanzas del espíritu extraviado del hombre.

Siempre creí que yo era más joven, porque mi madre me trataba como a un adolescente; y creo que luego siempre he creído, como periodista, que tengo aquella edad, los veinte años, que contaba, según el almanaque, en 1968.

Era, todavía entonces, un niño mimado. Mi madre, que leía los periódicos a trompicones y ya guardaba en el sótano los papeles y recortes que habrían de ser comidos por los ratones, entendió que aquel debía ser un encargo muy importante, pues yo me lo preparaba como si fuera a examinarme. Al entender eso, se fue a una tienda y me compró ropa: una chaqueta, una camisa azul claro, de muchos botones (que me duró por lo menos un siglo), e incluso una corbata, así como un pantalón gris a juego con el conjunto.

La entrevista se celebró en un salón del Hotel Mencey, donde se alojaba el sabio, que a su vez iba muy elegante, con su habitual corbata de pitiguay, como las que utilizaba Eduardo Westerdahl, el pope local del surrealismo europeo.

Fue, por así decirlo, mi estreno en el oficio de entrevistador, que luego he desarrollado largamente, y además con muchísimo gusto. En una recopilación reciente de algunas de esas entrevistas que he hecho a lo largo de mi vida está esa en primer lugar. Contiene una fotografía que no es la que publicó EL DÍA aquel 12 de junio, cuando se publicó, en varias páginas, la que le hice a don Julio.

Después de la entrevista el sobrino de Baroja, que podía ser muy malencarado, pero que en aquel momento se comportó como un delicioso interlocutor, me firmó en el libro de las brujerías, y añadió un juicio sobre el hotel que nos albergó, el Mencey. Decía que me dedicaba el libro "en un hotel superburgués de Tenerife". Y ciertamente el hotel Mencey era, para los cánones de entonces, un lugar bastante exclusivo, porque sólo estaba al alcance de los ricos o invitados; allí estuve con Camilo José Cela poco después, y la verdad es que imponían las habitaciones (a una de las cuales accedí, para ayudar a dormir al que luego sería Nobel, pero esta es otra historia) e imponía el estupendo bar, luego adornado con novedades que lo privaron de sus hermosas maderas. Que, por cierto, vimos también junto a una pareja histórica del cine, Liz Taylor y Richard Burton. De nuevo, un cuento para otra historia.

Pero lo cierto es que el hotel, más adelante, hasta ahora mismo, es ahora mucho más accesible para todos los públicos, entre otros para los abundantes periodistas que lo transitamos.

Pero era, sí, y lo es aún hoy, un hotel "superburgués", como decía don Julio. Esa expresión, "burgueses" o "superburgueses", estaba entonces en boga. Acababa de ocurrir el Mayo del 68 en Francia y los ecos del mismo estaban en el lenguaje cotidiano de los españoles. Un amigo comunista, muy notorio entonces, coincidió con el cura de mi pueblo que me negó una beca porque mi padre tenía un camión. El cura no dijo que yo fuera un burgués, porque eso no lo decían entonces los curas; pero aquel amigo sí me dijo, junto al reloj del Parque, que mi padre era un burgués. No se lo dije nunca a mi padre, porque a él no le llegaron los ecos del 68.

Lo cierto es que aquella entrevista tiene para mi ahora resonancias muy gratas, porque en primer lugar descubrí que los grandes hombres pueden ser sencillos y que para hacer una conversación compleja con alguien que sabía tanto había que prepararse como intuyó mi madre, como si fuera a un examen final. Otra cosa que aprendí es que era mejor que las preguntas complejas que se me ocurrieran se convirtieran en sencillas invitaciones a hablar al interlocutor y no en pedantes apelaciones a su desinterés. Siguiendo esa intuición, la primera pregunta que le hice fue esta: "¿Por qué no ha seguido cultivando la Etnología?" Y él respondió lanzando la mano hacia adelante, como hizo en cada una de sus respuestas, como si quisiera acercarme la respuesta con la mano:

-Esencialmente, porque es una cosa que requiere su cultivación en contacto con la vida rural, y uno ha llegado a una edad en la que le es imposible andar en el campo.

En aquel momento don Julio tenía 54 años, una edad que sin duda hoy no echa para atrás a nadie que esté en uso de sus facultades. Pero en ese tiempo en que hablábamos la vejez se adelantaba demasiado, y él se aprovechaba de esa circunstancia para retirarse a descansar, a leer y a escribir. El fruto de esas dedicaciones más placenteras que el camino por las veredas fue el inmenso volumen de cuadernos que llenó de escritura apretadísima y que se conserva, como oro en paño, en la muy hermosa casa familiar de Vera de Bidasoa.

Algo que me hizo mucha gracia de sus visiones tinerfeñas de aquel entonces fue su comentario sobre lo que había hecho esa mañana en Santa Cruz. Me dijo, con toda seriedad, avanzando otra vez la mano hacia donde estaba mi cuaderno tan poblado de notas:

-He estado esta mañana viendo los monos en el Parque y he pensado que de ese estado que hemos sobrepasado a éste la diferencia es mínima. Los hombres se matan, los estadistas se creen sumos hacedores...

Cerca de esos monos fue donde aquel amigo mío me dijo que yo era un burgués. La verdad es que entonces como ahora, aunque hayamos dejado atrás la era del mono, siempre y en todas partes hay gente para todo.