Pepito me recordaba al niño que leía a Gramsci, aquel mocoso que pasaba parte de su tiempo en un parque de Santa Cruz viendo como sus padres jugaban en los columpios y él desgranaba la cuestión meridional y el poder de las clases dominantes sobre el proletariado. Pero el caso de Pepito era diferente. Con solo 12 años devoraba palabras escritas con la misma intensidad que un escolar el bocadillo de nocilla a media tarde. Él sabía que era como Cosimo, el personaje de "El Barón Rampante" que Calvino nunca quiso bajar del árbol para no pisar el suelo, mientras enriquecía su inagotable bagaje con libros de caballerías, novelas y literatura clásica. Pepito me dijo una vez que lee porque es la forma que tiene de viajar por el tiempo pagando solo el billete de ida, y en cierta manera tenía razón, con la inocencia de su edad, pero no faltaban palabras sabías en un crío que se aburría en matemáticas y deslumbraba en ciencias sociales sin prestar mucha atención al partido del Madrid y el Barcelona. No evocaba a Messi o Iniesta en los recreos. Su mente se dedicaba a volar en el tiempo de asueto para imaginar cómo sería su vida siendo el nuevo George Orwell o el heredero de Vargas Llosa. Se llevaba bien con sus compañeros, sin embargo, en el fondo sabía que lo miraban de forma extraña y que era el candidato ideal para no invitar a los cumpleaños. Su cuarto recordaba a los imaginarios de Tolkein, con libros de estanterías y una papelería con "Las aventuras de Sherlock Holmes". En la mesa, un ejemplar de "El viejo y el mar" de Ernest Hemingway que llegó a causar un secreto debate familiar por la escasa idoneidad de una lectura tan supuestamente impropia para un niño de su edad: "Si no fuera nuestro hijo, si un niño de 12 años es capaz de leer eso, me daría un poco de miedo; tiene que hacer otras cosas porque vive en un mundo de fantasía con lecturas que no le corresponden". No le importaba porque sabía que la evolución de las especies de Darwin también fue un escándalo para la época, y las ideas que Einstein tenía sobre la magnitud del universo le hacían parecer un loco revolucionario. Su excursión preferida era a la biblioteca municipal, un castillo inexpugnable para algunos y una montaña de aventuras para Pepito; allí el tiempo se detenía y soñaba en que algún las estanterías se llenarían con alguna historia escrita por él; mientras tanto, copiaba las mañas de la generación del 27 y el realismo mágico de Gabriel García Márquez. Le hacía gracia que el Gobierno hablara de promover los libros cuando España llevaba desde 2005 sin un Plan de Fomento a la Lectura, y más gracia todavía al leer hace poco en un periódico que, bajo el lema "Leer te da vidas extra", a modo de guiño a la cultura juvenil del videojuego, el Gobierno contempla hasta 57 medidas que serán desarrolladas en seis líneas estratégicas a las que ha destinado 7,2 millones de euros. Le parecía insuficiente y poco efectivo mientras el mantenimiento de coches oficiales superaba los 60 millones al año o el Congreso gastaba 82.600 euros en pintar el retrato de José Bono para la galería de expresidentes. Creía que para entender la política actual no había mejor ejemplo que repasar "Camino de servidumbre", de Frederik Hayek, y para los menos duchos en la materia, ojear "Rebelión en la granja". Hoy en día ya no es solo aquel niño diferente que disfrutaba viajando con sus libros e imaginando mundos de fantasía. Pepito es uno de los escritores con más presente y futuro de Canarias. Pero me dijo que si quería escribir sobre su historia, jamás desvelara su nombre. Cumplí con mi palabra.

@LuisfeblesC