El momento más importante de la vida de todos nosotros, hombres y mujeres, se produce en la infancia y es cuando ya nos ponemos a leer. Está el libro ahí al lado, un tebeo, una entrega de Star Wars o (antiguamente) El Capitán Trueno, se nos van los ojos ya adiestrados a entender las primeras letras, a componerlas hasta hacer palabras, y ya empezamos a leer. Al principio, diciendo las palabras en alto, para comprenderlas mejor; así entras en la musicalidad, que es uno de los valores de la palabra escrita, que es ritmo y también significado, música y, asimismo, hechos o cosas concretas.

Ese es el principio de la vida, en cierto sentido; Gabriel García Márquez escribe, en Cien años de soledad, del momento en que la humanidad se siente obligada a ponerle nombres a las cosas, a los descubrimientos, a las personas y a las flores; ese momento es, también, como el momento de leer. El niño está educado, ahora, en la contemplación automática de las máquinas, de los móviles que le requieren a sus madres o a sus padres; están enganchados, esa es la palabra, a lo que ya está dicho o hecho, y escuchan, se pasan los días y los meses escuchando lo que viene de lejos, de la oscura cavidad de los teléfonos inteligentes. Hasta que descubren los libros, las palabras que los estaban esperando para, esta vez sí, engancharse al ritmo mental, propio, de la escritura. Ese esfuerzo al que los convocan desde el libro es el que los pone a hablar en alto, diciendo palabra a palabra aquello que está escrito, que no está dicho por ningún actor desde ningún altavoz. El que lee es el niño, solo el niño, y es el niño el que se oye leer, y siente una felicidad infinita.

Mario Vargas Llosa dice, en sus memorias, El pez en el agua, que tanto aconsejo, que ese momento, el momento de leer, le dio la felicidad ya para siempre. Y no leer, dejar a un lado la palabra escrita, desdeñar los libros, considerar que es mejor que te den las cosas ya hechas, ya leídas, se parece bastante a la búsqueda atontada del infierno, aunque no se note que en esa ignorancia te quemas. He tenido recientemente la experiencia de ese gran momento, que ya tuve yo mismo hace sesenta años. Mi nieto, Óliver, que ahora tiene 6 años, agarró su libro de Star Wars, se sentó en el suelo, mientras venía el coche de su abuela, y comenzó a leer en voz alta. Palabra a palabra, como si estuviera descubriendo el mundo. Alrededor pasaban coches, otras palabras, los sonidos de la ciudad; pero Óliver estaba pendiente de cada uno de los sucesos creados por la imaginación de otro que, a través de las palabras, ya eran suyos propios, como si habitaran en su cabeza con su interpretación individual, libre. Su imaginación se asociaba con la imaginación ajena, y su cabeza se llenaba de imágenes extraordinarias que, seguramente, le cambiarán la vida, le señalarán caminos que probablemente se convertirán en su porvenir y en sus sueños.

Lo filmé, naturalmente; el móvil ahora nos persigue, a los niños, a los padres, a los abuelos, como una prenda que no podemos dejar atrás porque nos sentiríamos desnudos; y filmas, retratas, todo lo registras. Y registré a Óliver leyendo, sin mirar a los lados, concentrado en el objeto que ahora quiere más que cualquier otro: el libro. Ahora me han mandado desde La Gomera, donde está, otras fotografías suyas leyendo libros de la misma serie. No es difícil asociar esas imágenes con las que tenemos en la cabeza muchos de los niños de mi generación, enganchados como a un juguete extraordinario a la serie de El Capitán Trueno, que fue el héroe de nuestros sueños.

Entonces, cuando leíamos El Capitán Trueno, no sabíamos que ese texto en el que Trueno, Crispín, Goliat y Sigrid combatían contra el sarraceno iba a ser decisivo en nuestras vidas. Y lo era, lo era como ahora lo es Star Wars para Óliver, pues la letra que nos entra por los ojos termina siendo una palabra que se parece, con todos sus misterios y matices, a la palabra porvenir.