En el mapa de un pueblo viejo y sabio, con tanta tradición como modernidad, en cualquier ciclo de sensatez, tan habitual en Cataluña, Carles Puidemont jamás hubiera entrado en el Palau de Sant Jaume. Y, si por azar y no por el dedo, hubiera presidido la Generalitat, no habría durado en el cargo ni un minuto más de los sesenta en los que Jordi Evole, sin acritud y con clemencia, desnudó a un político de pobre cultura y rala dialéctica, que no tuvo, tiene ni tendrá el poder efectivo, patético en la justificación de sus carencias y contradicciones.

Tan polémica como legítima, la causa independentista, lejos de recibir aliento con este vocero de consignas dictadas, tuvo un inesperado varapalo con su aparición en La Sexta. Fuera de la propaganda, las redes sociales rebosaron críticas y desencantos con este "profesional de la cosa", incapaz de formular una idea propia o una frase redonda y demostrar el talento y talla precisos para llevar asuntos de importancia.

Criado a la sombra de las capillas de CIU, fue servil peón del clan Pujol y, luego, mascarón de proa de un barco a la deriva por la corrupción más larga y descarada de Europa. Mudó de patrón y, desde su irrelevancia, calentó el sillón vacío para Artur Más -que sueña con la inmunidad y el retorno- para pagar las exigencias de la CUP, que pidieron la testa del último honorable, y los turbios manejos de Junqueras, que juega en su beneficio.

En medio de una crisis territorial innegable y monigote de una ensalada ideológica que sólo tiene en común la secesión, se anima y envalentona en una suerte de autoayuda impostada, pero no tiene narices para manifestar con rotundidad que, ocurra lo que ocurra el 1 de octubre, firmará la declaración unilateral de independencia; y, acaso por miedo, califica como "mala idea" su posible detención por desobediencia y burla de las leyes.

En las enfrentadas mareas de sentimientos y en la sucesión de perchas argumentales para sostenerlas, con el deber moral de las partes de buscar el diálogo, tras el domingo de marras, es sano conocer a los actores quemados en la hoguera de su torpeza y, por el interés general e incluso por los intereses distintos, apostar por la inteligencia, virtud sin cuestión que trae como valores añadidos la tolerancia, el respeto y la altura de miras. Nada de eso garantiza Puigdemont.