Claro, no se hablaba de otra cosa en los corrillos del Palacio Real: Cataluña, Cataluña, Cataluña... Ni una presencia, claro, nacionalista. Y una esperanza compartida por la mayor parte de la gente con la que hablé: esto se va a arreglar. Lo que nadie parece saber es cómo.

Personalmente, reconozco que comparto un optimismo irracional; no lo he perdido pese a haber comprobado que no había ni varitas mágicas ni conejos en la chistera de Rajoy; tampoco tenía por qué haberlos.

Es muy difícil pelear contra los tramposos que, sin embargo, saben "vender" bien sus trucos trileros. Y esa ha sido la gran asignatura pendiente del Gobierno Rajoy: haber creído más en los tribunales que en la comunicación, haber pensado que la victoria -indudable- en las cancillerías bastaba, además de la razón, y para nada se necesitaba abrir las puertas de la Moncloa a todos esos corresponsales extranjeros que han encontrado acomodo más que sobrado en el Palau de la Generalitat.

Hemos ganado, quizá, la batalla diplomática. Hemos perdido, sin duda, la periodística. Pero quienes poblaban los salones del Palacio de Oriente, ministros, gentes de las instituciones, militares, periodistas, algunos representantes de la oposición -Pedro Sánchez este año sí fue; Pablo Iglesias, este año, tampoco-, parecían también carecer de información. Te preguntaban a ti "qué crees que va a pasar" en lugar de darte noticias.

El desconcierto es patente, y todos esperan a que sea la otra parte -es decir, Puigdemont contestando al requerimiento como de Gila acerca de si ha declarado o no la independencia de Cataluña- la que dé el primer paso. ¿Y si no lo da? ¿Entonces toma del frasco del 155 de la Constitución, signifique eso lo que signifique, que tampoco parecía nadie de los teóricamente informados saber cómo se administrará un aceite de ricino en cuyo envase no hay instrucciones de uso?

No sé, me dio la impresión de una fiesta alegre y confiada, de canapés más abundantes que años pasados. Me recordó a ciertas historias de 1898, en las que los cronistas más lúcidos, toda aquella generación pesimista, se admiraban de que el pueblo siguiese como si tal cosa, yendo a los toros y años a los festejos, sin reparar en la tragedia de la pérdida de los últimos vestigios coloniales. Los militares, con sus uniformes y medallas; las señoras, elegantísimas; los próceres, haciendo cola en el besamanos del Rey. Como si no fuese este el último "puente" de tregua, la penúltima quizá oportunidad para solucionar las cosas allá donde un loco, pero loco de verdad, está a punto de causar más estragos que un elefante en una exposición de porcelana de Sevres.

Supongo, quiero suponer, inveterado optimista yo, que este será un fin de semana de contactos subterráneos, en los que todos, quitándose la máscara de la indiferencia con la que yo veo investido al presidente, a los ministros y a los líderes de la oposición, que hay que ver lo bien que lo pasaron en la recepción real, agarren al toro por los cuernos y se pongan a ello. Lo siento, y sé que "diálogo" se ha convertido en palabra maldita, pero sospecho que, de nuevo Gila, alguien tiene que hablar con alguien para que no pase algo que no queremos que pase. Y el plazo es de aquí al lunes. O al jueves, como mucho, glub.