Hablar de cubismo es hablar de la primera vanguardia, de la nueva ideología y visualidad del arte que, de una parte, rastreó los modelos del pasado en pos de la pureza que resistió las fuertes contaminaciones de la cultura occidental y que, de otra, rompió definitivamente con la tradición plástica que, desde el Renacimiento, imperó hasta los últimos años del siglo XIX.

Estuvo directamente influido por los hallazgos científicos y tecnológicos y la imagen en movimiento, consagrada finalmente por el cine mudo, la música, la danza, la poesía y el teatro, que abrieron la era de la modernidad y se extendieron con numerosas vertientes y ramificaciones que, por acción o reacción, cuajaron en diversos frentes estéticos, desde el constructivismo a la abstracción y el orfismo. En ese periodo áureo y en ese empeño de amplio alcance destacaron como pioneros y adalides los españoles Juan Gris, Pablo Picasso y Luis Fernández y el francés Georges Braque, y como notables militantes los también galos André Lhote, Albert Gleizes y Jean Metzinger, nuestros María Blanchard y Manuel Ángeles Ortiz, el uruguayo Joaquín Torres García y el chileno Vicente Huidobro. Todos ellos ejercieron su compromiso en distintos lenguajes y técnicas.

Con el comisariado de Eugenio Carmona, el Reina Sofía presentó las obras maestras de la colección cubista de Telefónica, adquiridas a partir de 1983 por la empresa entonces presidida por Luis Solana, dentro de la norma del uno por ciento cultural que estableció el primer gobierno socialista de Felipe González para todas las administraciones y entes públicos. Llegaron mediante un depósito de cinco años renovables, pero las aspiraciones del museo y del Ministerio de Cultura son las de pactar un depósito permanente, o la donación directa, porque la operadora era estatal en el momento de la adquisición de la que es, sin ningún género de dudas, la mejor colección de este movimiento que se puede encontrar en el mundo.

Las cinco salas del edificio Sabatini y la exquisita selección de las pinturas, esculturas y fotografías, además de regocijar el espíritu por su calidad intrínseca, suponen por primera vez un motivo de legítimo orgullo, porque, por primera vez y dentro del patrimonio público, este país nuestro de cada día puede presumir de un liderazgo en el arte contemporáneo ignorado y, aún más, despreciado por la monarquía de Alfonso XIII y las dictaduras que, salvo el lustro republicano, le sucedieron.