Ser canario consiste en pensar que se puede hacer una tortilla sin romper huevos. Somos hijos de un surrealismo endémico y pertinaz que es capaz de convertirlo todo en un potaje. Tan capaces de querer una cosa y la contraria, opinamos con solvencia de casi todo y sabemos cómo arreglar cualquier problema, a condición de que no sea nuestro. Porque los nuestros, maldita sea, son los únicos que no sabemos arreglar. Los mejores entrenadores de fútbol están en la grada. Los mejores ingenieros en el taburete del bar. Los mejores políticos en las tertulias de prensa. Y en general casi todo el mundo es el mejor para todo lo que no sea su propio oficio o profesión. Eso somos, además de siete sobre el mismo mar donde flotan los excrementos con que alimentamos a los pejeverdes.

Llevamos años pontificando inútilmente sobre la necesidad de diversificar nuestra economía; alertando del peligro de depender exclusivamente del turismo y proyectando solucionar el problema de los bajos salarios a través de la creación de un potente tejido industrial. Pero resulta que ponemos el grito en el cielo cuando aparecen en el horizonte de las Islas las plataformas petrolíferas. Échale hilo a esa cometa.

En Arico hay un complejo medioambiental, que es la manera fina de llamar a un oloroso vertedero de basuras. Y un poco más allá, en Granadilla, tenemos un potente polígono industrial. Se puede discutir si el Sur, en la vecindad de nuestra principal actividad turística, es el lugar adecuado para situar esas instalaciones industriales. Y para poner una central eléctrica y un puerto, además de la futura regasificadora y otras infraestructuras. Pero una vez tomada la decisión y construidas las obras, que la gente proteste porque todo eso funcione a mí me parece digno de una novela de Kafka. ¿Quién esperaban que fuera al puerto industrial de Granadilla? ¿El Queen Mary?

La bronca entre una supuesta extinción de sebadales y escarabajos frente a otra supuesta creación de miles de puestos de trabajo y desarrollo no es una disyuntiva, sino una milonga. No es un choque entre dos modos de ver la vida, sino entre dos maneras de tomarnos por perfectos idiotas. Quieren hacernos "hooligans" de las babosas, para paralizar la construcción de una fábrica, o seducirnos con la idea de miles de puestos de trabajo si apoyamos que las palas se lleven por delante lo que sea. Y si no te sitúas en uno de esos dos extremos de la estupidez, estás en tierra de nadie.

El dedo en la llaga lo ponen algunas voces sensatas, como la de Wolfredo Wildpret. El otro día dijo que el verdadero problema de estas islas es la superpoblación y no puede tener más razón. La carga de habitantes que soporta una economía determina sus expectativas y su impacto. Para dar de comer a un millón de personas, el crecimiento de las actividades económicas tiene que ser proporcional. Y lo mismo puede decirse de las infraestructuras: más piche, más hormigón, más casas, más vertidos de aguas residuales, más consumo de agua... Y conforme vamos creando más y más carreteras, puertos o aeropuertos, atraemos más y más población que viene al reclamo de una vida mejor. Y a todo esto hay que sumar los cinco millones de visitantes que cada año pasan aquí sus vacaciones.

No hay peor ciego que el que no quiere ver. El verdadero debate no son los efectos del crecimiento, sino sus causas. Un país con un cuarto de millón de personas paradas y en busca de empleo lo que hace es devanarse los sesos buscando maneras de ocuparlas. Y ese proceso perverso nos desliza fácilmente hacia la búsqueda de satisfacer necesidades a corto plazo que pueden ser desastrosas en el tiempo, desde el punto de vista de una sociedad sostenible. Las progresiones geométricas en el crecimiento, celular o social, no suelen ser buenas. El desarrollo acelerado no permite madurar las cosas ni pensar estrategias. Es una bola de nieve delante de la que vamos corriendo, aun sabiendo que a largo plazo estamos condenados a que la carrera acabe mal.

Hace ya muchos años que la carga de población que tiene el Archipiélago es excesiva. Es un fenómeno que alcanza proporciones preocupantes en las cuatro islas más habitadas. El turismo ocupa apenas un cuatro por ciento del territorio, pero el residencial que vive a su sombra ha convertido las medianías en un desastre y ha creado nuevos cinturones de ciudades dormitorio en los alrededores de los núcleos turísticos, como en su día pasó con las grandes áreas metropolitanas.

Seguimos discutiendo estérilmente sobre plataformas petrolíferas y nuevos carriles para las autopistas. Somos como médicos que en vez de hablar del virus se dedican a debatir sobre las manchas del sarampión sin saber que los síntomas de una enfermedad no son la enfermedad, sino sus inevitables manifestaciones. Pero, bueno, en el fondo da igual. No sé yo si el desarrollo, a estas alturas, tiene cura.