Como es bien sabido, el avance de la ciencia se produce gracias a pequeñas contribuciones y también, con menor frecuencia, a grandes revoluciones o cambios de paradigma. Un ejemplo de esto último fue la publicación en 1915 por Albert Einstein de la teoría general de la relatividad, que cambió radicalmente nuestra forma de entender la gravedad. Estos grandes avances en nuestro entendimiento de las leyes fundamentales de la Naturaleza deben ir acompañados de la confirmación experimental y observacional de los fenómenos predichos por estas nuevas teorías. La primera confirmación observacional de la teoría de Einstein se produjo rápidamente con la medida exacta del ángulo de deflexión, predicho por esta teoría y debido a la acción del campo gravitatorio del Sol sobre los haces de luz de estrellas lejanas. Estas observaciones se realizaron durante un eclipse solar en 1919, desde la isla de Príncipe, gracias a una expedición organizada y liderada por el astrónomo británico Arthur Eddington. En otras ocasiones la medida de fenómenos predichos por la teoría debe esperar mucho más tiempo, hasta que se produzca el avance en la tecnología o en las técnicas de medida que la hagan posible. Así ha ocurrido con la verificación directa de la existencia de las ondas gravitacionales, otra de las predicciones de la teoría general de la relatividad, que ha sido confirmada recientemente gracias al experimento LIGO, justo un siglo después de la formulación de la teoría. La misma onda gravitacional detectada por LIGO produjo una deformación en el tamaño de la Tierra comparable al tamaño de un electrón. Este dato debe servir por sí solo para sorprendernos (¡y congratularnos!) de que el ser humano sea capaz no solo de concebir experimentos capaces de realizar estas medidas, sino de llevarlos a la práctica alcanzando los desarrollos tecnológicos necesarios, con el fin de que puedan felizmente confirmar teorías elaboradas por mentes no menos brillantes.

De manera simplificada, lo que la teoría general de la relatividad vino a proponer es que cualquier objeto masivo, colocado en una posición determinada, crea una deformación del espacio-tiempo a su alrededor que se propaga en forma de ondas gravitacionales. Las de mayor intensidad son producidas por fenómenos muy energéticos y violentos, como la fusión de dos agujeros negros identificada por LIGO. También el origen mismo del Universo, el Big Bang, y en particular una etapa de expansión tremendamente rápida que de acuerdo con modelos teóricos desarrollados en los años ochenta debió producirse justo después del comienzo del Universo, conocida como inflación, debió generar ondas gravitacionales. Aunque la detección directa de estas ondas gravitacionales del Big Bang es extremadamente complicada, hacia finales de los años noventa un grupo de astrofísicos teóricos predijo que estas ondas debían haber dejado una huella o patrón específico en la polarización del Fondo Cósmico de Microondas, que es precisamente la radiación remanente del Big Bang, originada cuando el Universo tenía "solo" unos 400 mil años (si comparamos la edad actual del Universo con la duración de un día, 400 mil años corresponden a 2,5 segundos tras el Big Bang). Esta radiación, descubierta por primera vez en los años sesenta, ha sido ampliamente escudriñada durante las dos últimas décadas por una serie de experimentos, algunos de ellos desde el Observatorio del Teide. Estos estudios han dado lugar a grandes avances en nuestro conocimiento de la estructura, composición y evolución del Universo, y han permitido la cuantificación y caracterización de sus componentes principales, entre los que se encuentran la materia oscura y la energía oscura. Sin embargo, debido a su baja intensidad, la detección de la señal de las ondas gravitacionales del Big Bang en esta radiación es mucho más complicada, por lo que supone un gran reto experimental. Por ello, como ocurrió con el interferómetro LIGO, ha transcurrido tiempo hasta que se ha logrado desarrollar la tecnología específica con el nivel de precisión y calidad que permitan empezar a abordar este tipo de estudios.

Uno de los pocos experimentos en el mundo (la mayoría americanos) en los que se ha implementado esta tecnología es QUIJOTE: un proyecto liderado por el Instituto de Astrofísica de Canarias, consistente en dos telescopios situados en el Observatorio del Teide, que ha sido diseñado específicamente para encontrar esta señal. Debido a su baja intensidad, es necesario adquirir una gran cantidad de datos, durante varios años, y también caracterizar de manera precisa emisiones que se originan en nuestra propia galaxia y que contaminan la señal primordial. La detección de esta señal supondría no solo una evidencia de la existencia de ondas gravitacionales producidas justo después del Big Bang, sino una confirmación de que la inflación del Universo primordial, que en la actualidad es "solo" un modelo teórico, realmente ocurrió. Podríamos así obtener información sobre procesos físicos que habrían ocurrido justo después del comienzo del Universo, algo que no hace mucho tiempo parecía una absoluta quimera. En definitiva, al igual que ocurrió con la teoría general de la relatividad y la detección de LIGO, esto constituiría, una vez más, no solo la constatación de la capacidad del ser humano para realizar desarrollos tecnológicos con unas características que no mucho tiempo atrás parecían completamente inabordables, sino un bello ejemplo de cómo las grandes teorías científicas y en paralelo su confirmación por medio de la observación y la experimentación pueden ayudarnos a entender cada vez mejor cómo funciona el cosmos, lo que en definitiva contribuye, sin duda alguna, al avance de la humanidad.

Ricardo Tanausú Génova Santos nació en La Laguna y en 2001 obtuvo la Licenciatura en Física por la universidad de esta ciudad, donde también realizó sus estudios de doctorado con un proyecto sobre cosmología observacional desarrollado en el Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC). Posteriormente trabajó como investigador postdoctoral en la Universidad de Cambridge (Reino Unido). En el año 2008 regresó a Tenerife, inicialmente con un contrato postdoctoral del IAC asociado al proyecto QUIJOTE y, desde 2015, con una plaza fija de investigación. En paralelo a estas actividades, estudió la carrera de Ingeniero Industrial, obteniendo el título en 2013 por la Universidad Nacional de Educación a Distancia.