EL DÍA siempre tuvo grandes periodistas, y hoy los tiene también. En este momento del mundo, cuando el periodismo está en horas bajas, por culpa de los rumores y otros accidentes éticos del oficio, pero sobre todo por la gangrena que han supuestos los subproductos de internet para la gestión empresarial de los medios, conviene fijarse en los que siguen cada día defendiendo el papel. El papel, aún, como sustento de valores que son indisociables con el poder social, cultural, político, que se ejerce sobre todo como deber por mandato de los ciudadanos: el deber de informar.

Cuando entré en EL DÍA, en 1967 más o menos, viniendo de La Tarde y, antes, del inolvidable Aire Libre de don Julio Fernández y de Paladín, lo primero que me dijo Ernesto Salcedo es que ahí, en EL DÍA, en sus recientes instalaciones de la avenida Buenos Aires, no me iba a faltar una máquina de escribir.

Quizá yo le había dicho que en los medios anteriores no tenía ni mesa ni máquina. Me iban a pagar, claro, pero yo hubiera estado allí tan solo con que tuviera una máquina de escribir a mi disposición. De adolescente yo soñaba con ese traqueteo, tuve luego una máquina de escribir, gracias al sueldo que me pagaron en Hernández Hermanos por poner en orden los albaranes. Y en EL DÍA iba a tener una máquina asignada, donde podía escribir mis crónicas, mis entrevistas, mis reportajes.

Así que cuando llegué a la Redacción en la avenida Buenos Aires, al lado de donde hoy sigue EL DÍA, sentí que ya formaba parte verdaderamente de un periódico. Recorrí las instalaciones como quien asiste al comienzo de un sueño, y fui, naturalmente, al taller. Un taller de periódicos, tal como eran los talleres, tal como siguen siendo aún en algunos rotativos, reúne la esencia del oficio. O reunía.

Entonces el taller eran las platinas, las mesas de hierro, la pulcritud de las linotipias. Los linotipistas me enseñaron pronto el oficio, la esencia de su rapidez, la capacidad para escribir y leer a la vez, con esa velocidad endiablada que, en la redacción propiamente dicha, no tenía sino Luis León Barreto, acaso el periodista (y, en este sentido, mecanógrafo) que he conocido antes de encontrarme en El País con el también genial periodista (y mecanógrafo) Miguel Ángel Bastenier.

A veces los linotipistas, desde entonces, me dejaban sentarme en sus banquetas, ante los teclados de letra clarísima, tanto para escribir para contemplar el milagro del plomo cayendo en forma de letras y en seguida de palabras que constituían, para mi, el acontecimiento más fascinante de mi primer destino serio como periodista.

Al principio de ese trabajo en EL DÍA se incorporó al periódico un hombre que al principio me resultó altamente misterioso. Al contrario de lo que solía ocurrir con los periodistas habituales entre nosotros, con algunas excepciones, como las de Ernesto Salcedo, Eliseo Izquierdo y Francisco Hernández (que, por cierto, tenía su máquina encadenada, para que no se la tocara nadie), allí dentro no había corbatas. Y aquel hombre llegó, cuando fue a formalizar su relación con EL DÍA, vestido de chaqueta y corbata. Era chaparro, como yo que lo digo, tenía la nariz radicalmente chata (y luego lo llamamos El Chato) y su corbata era de colores vivos, o por lo menos no mortecinos, mucho más chica que las que usaban habitualmente los ejecutivos que estaban con nosotros (como José de la Riva, aquel hombre al que el tiempo fue enterneciendo) o que venían a visitarnos.

Aquel hombre, El Chato, era Juan Pedro Ascanio, un comunista que venía del exilio argelino, que tenía una larga experiencia como responsable de diseño en talleres de diarios del país de su diáspora, y que iba a incorporarse para diseñar, sobre todo, la primera página.

Entonces EL DÍA era aún más sábana que en estos tiempos, y la primera página era un riesgo diario, porque entonces ni la región, ni la isla ni el país producían tantas noticias importantes como para cubrir tanto espacio. Y Ascanio se las arregló para modernizar esa propuesta cotidiana de información y se hizo imprescindible y popular, y muy querido, entre nosotros. Él no se apeó nunca de sus convicciones comunistas, al contrario. Tengo dos anécdotas suyas que atestiguan la firmeza incólume de sus ideas: en una ocasión vino a ver a Salcedo, el director, un exiliado recién llegado, me parece que de Venezuela. Salcedo lo llevó a la Redacción y nos lo presentó a cada uno.

Aquel visitante era un hombre algo atildado y tímido, al que yo entrevisté (entrevisté a todo el que aparecía por allí, me he pasado toda la vida preguntando). Observé que cuando saludó a Ascanio a éste se le torció el gesto. Luego me dijo el propio Ascanio que aquella persona que nos venía a ver había sido desleal con los comunistas en la República y no merecía su saludo.

Otra vez, cuando ya estaba yo fuera de EL DÍA, por esos andurriales ingleses, me encontré a Ascanio en la calle del Pilar de Santa Cruz. Por alguna razón recaló nuestra conversación en la figura de Pablo Neruda, el poeta chileno al que habíamos entrevistado, también, en EL DÍA. Entonces Ascanio recordó la Oda a Stalin del autor de Residencia en la tierra. Y junto al bazar en el que vendían los hermosos televisores Grundig de entonces El Chato me recitó de memoria semejante homenaje a uno de los dictadores más criminales que tuvo el mundo.

Pues Ascanio trabajaba junto a las linotipias. Y cada media noche en punto, ni un minuto más ni un minuto menos, salía a la Redacción; despojado, naturalmente, de aquella corbata, con el peto de su mono azul de trabajo cubriendo su pecho desnudo, sacaba de una nevera su helado cotidiano, de vainilla seguramente, y se ponía a sorber su helado con la satisfacción en el rostro.

Un día le pregunté a Ascanio a qué venía ese rito. Él no podía tomar leche, y lo más que se parecía a la leche era el helado. Y tú no podías trabajar junto al plomo sin consumir litros y litros de leche. Ese fue el día en que descubrí, en EL DÍA, la razón por la que aquellos hombres geniales, rápidos como centellas, los linotipistas, tenían todos junto a su codo diestro un vaso de leche que iban reponiendo todo el rato.