Acechan. Mi hijo busca en su móvil información sobre la última novedad tecnológica y al día siguiente en mi muro de Facebook aparece publicidad de ese mismo aparato. Asusta. Compartimos un mismo paquete familiar de telefonía y acceso a internet, pero cada uno tiene su propio dispositivo. No sé cómo lo hacen, magia potagia. Imagino que un experto nos dirá que son las "cookies" o simples líneas de código que derivan información -con destino publicitario- que nosotros mismos habremos autorizado al aceptar las condiciones de uso del navegador o de las redes sociales. Nos vigilan a todas horas, a cada paso, a cada "click". Profético George Orwell con el Gran Hermano de su novela "1984". La tecnología al servicio de la imaginación o viceversa. Fascinante.

Vender. Se quedó corto Orwell. No sería en 1984 sino treinta años después; además, no hay personas que espían detrás de la pantalla, sino potentísimos algoritmos; no requiere confidentes, nos chivamos nosotros solos; no persigue censurar nuestra conducta, sino identificar qué nos interesa, y no se limita a investigar qué hacemos, sino también dónde estamos. La diferencia más relevante entre estos sistemas de vigilancia universal, el literario y el cibernético, el ficticio y el real, versa sobre su última motivación. En el primero, escrito al principio de la guerra fría, el autor propone la búsqueda del poder en sí mismo, el poder absoluto, la dominación mediante el control de la libertad individual. En esto de ahora, sin embargo, la finalidad parece mucho más peregrina: somos meros consumidores en potencia. Otra forma de dictadura, pensará usted, patrocinada por las grandes multinacionales que dominan el mundo. En cualquier caso, acceder a internet es una decisión voluntaria y activar los datos en el móvil, también. Nos sometemos al "ojo que todo ve" por pura conveniencia, porque nos facilita la vida y de qué manera.

Avanzamos. De aquel futuro "Mad-Max" nada de nada. La gente cada vez vive mejor, en Europa y en Botsuana; mejor no significa bien del todo, pero evidencia el avance. Ni siquiera el cambio climático acabará con la especie a corto ni a medio plazo. Que esos grados de más dañan ecosistemas es una evidencia catastrófica, sin duda, pero no se evalúa el efecto positivo sobre la agricultura, la de verdad, la de las grandes extensiones continentales, la que da de comer a la humanidad. No se deje convencer por quienes predican el Apocalipsis: no habrá falta de alimentos ni de petróleo ni de otras fuentes de energía ni, por tanto, de agua. Permanezco fiel al título de esta columna.

Innovar. Sin grandes conflictos mientras sepamos canalizar nuestro tiempo libre hacia el ocio y la cultura, hacia el bienestar como fin en sí mismo; trabajaremos menos porque no hará falta, porque la tecnología lo permite. El reto de la política moderna, la política de verdad, pasa por aceptar esa nueva realidad, proponer y establecer nuevos mecanismos para la recaudación de impuestos, la cohesión social, la prestación de servicios públicos y la consolidación de derechos.

Más debate. En esto soy menos optimista. Hace falta más sustancia gris, más intercambio constructivo, más discrepancia enriquecedora. Poca fe, porque crear una nueva forma de gestión política es incompatible con nuestro actual sistema de partidos, con su núcleo duro, sus "ideas fuerza", su adoctrinamiento y sus fotogénicos actores que siguen el guion. El patinazo de la diputada de Ciudadanos de esta semana, "que los perros sean personas", sic, preguntada sobre la igualdad de género, y que nadie (ni siquiera su propio grupo parlamentario) exija que devuelva el acta, confirma esta última reflexión. El futuro necesita de la Revolución... ¡de la gente lista!

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