Más allá de que parezca que estamos en el mismo lugar, este último año, estos últimos meses, ha quedado claro que las cosas ya han cambiado. Las mujeres, y también los hombres, que consideramos la igualdad como un pilar fundamental de nuestra democracia, de nuestra vida en comunidad plena y llena de expectativas y de futuro para nuestras hijas, hemos dicho alto y claro que ya nada será igual.

Desde todos los cargos públicos tenemos que ser esos altavoces que proclamen y compartan esta nueva realidad hacia la que ya estamos caminando. Manifestar esa intención a través de todas las formas posibles incluye también apoyar y difundir una huelga que supone alzar la bandera de la igualdad que ahora mismo se llama feminismo, que es precisamente la igualdad que queremos y la queremos ya.

Esa etiqueta, la de feminismo, que a muchos inquieta o disgusta, es la forma que esta sociedad ha elegido para alzarse contra un patriarcado que ha coartado la libertad de millones de mujeres que ahora luchamos juntas, también con los hombres, para denunciar y enterrar de una vez esta injusticia que ha durado demasiado tiempo. Por eso el feminismo es además un grito en contra de esta carrera de obstáculos que siempre impide a las mismas, a las mujeres, cambiar hacia un nuevo modelo de sociedad donde hombres y mujeres colaboren, no compitan, para hacer entre todos una sociedad en la que nos podamos reconocer, más horizontal y olvidar de una vez por todas esta pirámide tan antigua en que unos miraban por encima del hombro a otras.

Desde las filas de la derecha se ha puesto en cuestión la huelga convocada a la que acusan de ser una algarabía radical e ideológica para revolucionar y llamar la atención sobre una realidad que ya es insoportable. Y puede que no les falte razón, menos en lo de algarabía. Porque la adopción de una huelga para reivindicar el papel de la mujer en la sociedad no es un producto de nuestra imaginación o de un exabrupto pasajero sin causa conocida, sino que es consecuencia de siglos de patriarcado reforzado por unas estructuras de poder bien pertrechado de eso que llamaron una vez, tan certeramente, techo de cristal y que sigue ahí golpeándonos semana tras semana. Y no, no vamos a la huelga para ir a la peluquería, como alguna portavoz popular tan lamentablemente se ha atrevido a decir. Lo hacemos para que se oigan nuestras demandas que son, a la vez, necesidades de una sociedad global que ya está dispuesta a dar ese salto, todas juntas, porque tiene que haber un antes y un después de este 8 de marzo de 2018.

Hacemos leyes, sí, que a veces no se cumplen. Pero todos hacemos sociedad y nos relacionamos en esas comunidades que merecen un empujón de orgullo ante el hecho de que ser mujer no es menos. Es más. Y es ahí donde vamos a ganar esta batalla que solo va a tener una vencedora: la igualdad y, claro, nuestras hijas y también nuestros hijos.

Ya no hay excusa para no ir más allá, y más allá en este caso está aquí cerquita, son nuestras madres, nuestras hermanas, nuestras hijas y todas, absolutamente todas las mujeres que injustamente hemos sufrido esta carrera de obstáculos que es su vida, que es también la nuestra, la de todas. Y claro, por qué no, la de todos sin excepción, porque cuando esta democracia no es igualitaria, cuando esta sociedad está plagada de machismos ya sean macro o micromachismos, esta revolución, sí, señores y señoras de la derecha, revolución, es un deber apoyar todas las causas para revertir esta situación y es ya una obligación que no permite más dilaciones, más excusas absurdas y patriarcales como ese bulo de las denuncias falsas ante los cada vez más numerosos casos de violencia de género.

No se trata este 8 de marzo de un día de reflexión y sí de compromiso inexcusable con el 51% de la población española, canaria y tinerfeña, es decir, con toda la población que depende de las mujeres.