El pasado jueves, 8 de marzo, el mundo vivió una jornada sin precedentes. El llamamiento a nivel internacional a la huelga de mujeres tuvo una respuesta masiva en casi doscientos países y culminó en manifestaciones multitudinarias por la tarde.

Canarias no estuvo ajena a ese movimiento. Nuestras calles se llenaron de mujeres, también algunos hombres, que reivindicaban la igualdad en un intento, felizmente conseguido, de visibilizar la importancia del papel de la mujer: si nosotras paramos, se para el mundo.

Reclamamos la igualdad frente a la brecha salarial: a igual trabajo, igual sueldo. Pedimos mejorar el acceso al empleo de las mujeres. Protestamos para que no tengan que conformarse con el trabajo más precario. Dimos voz a tantas mujeres que realizan trabajos no remunerados en el hogar o al cuidado de personas dependientes. Gritamos para que algún día alcancemos el derecho a la conciliación familiar y laboral. Que no tengamos que oír a nuestro compañero decir que "nos ayuda" porque no es cuestión de ayudar sino de compartir las tareas.

Demandamos el derecho al acceso a puestos de responsabilidad en condiciones de igualdad, y no sufrir el plus añadido de justificar cuánto valemos o lo bien preparadas que estamos.

Exigimos no tener que pedir perdón por tener hijos, por estar embarazadas, por estar enfermas con patologías, a veces invisibles, que anulan nuestra capacidad de hacer una vida normal, como la fibromialgia o la endometriosis, y por las que nos pueden tachar de histéricas o trastornadas.

Y clamamos basta ya contra la violencia de género: nos queremos vivas. La violencia de género es la máxima manifestación de la desigualdad entre hombres y mujeres. Convivimos a diario con formas de violencia sutiles, que pasan desapercibidas. Creencias y esquemas mentales arraigados en la sociedad que perpetúan la desigualdad. Estereotipos, roles de género, micromachismos que aceptamos y admitimos e incluso celebramos.

Los niños no lloran y si lo hacen son una nenaza. Ellos son más fuertes que Superman. Las niñas, princesas. Tienen que sonreír, comportarse como mujercitas, llevar el mejor modelito. En el restaurante la cuenta se la dan a él. Los pañales son cosa de mujeres. Ni siquiera hay cambiadores de pañales en los baños de hombres. El día de la madre llega inundado de ofertas de pequeños electrodomésticos; nunca he visto una plancha en oferta para el día del padre.

Todos estos ejemplos son el reflejo de una sociedad machista, que alimentan, que son germen y caldo de cultivo para la violencia.

Culturalmente, los hombres no tienen la percepción de ser iguales. Cuando esta percepción la emplean en negativo, se consideran más fuertes, creen que la mujer es un objeto de su propiedad y por tanto que están en el derecho de intimidarlas, coaccionarlas, dominarlas, agredirlas e incluso matarlas.

Los estudios demuestran que los estereotipos de género se definen en los menores entre los cinco y los siete años. Podemos cambiar las leyes pero no avanzaremos si no aceptamos que una de las claves está en concienciar y educar en valores desde la cuna.

La familia, la escuela y los medios de comunicación tienen que proyectar los mensajes adecuados para que, desde muy pequeños, los menores aprendan a rechazar los estereotipos y la violencia de género, asimilando que hombres y mujeres somos iguales en derechos y deberes. Solo así lograremos algún día una sociedad más igualitaria donde a la mujer se la trate con dignidad.

Este 8 de marzo las mujeres dimos un gran paso. Logramos parar el mundo. Conseguimos que se nos escuchara. Pero cuando paren las rotativas, cuando se apaguen los focos, cuando cesen los mensajes en las redes sociales, cuando la actualidad sea otra, debe permanecer el mismo reconocimiento, el mismo compromiso y la misma solidaridad con la igualdad.

Sigamos luchando por cambiar culturas, por abrir las mentes. Sigamos dando la batalla para ser reconocidas como iguales en un mundo diferente.

*Diputada autonómica de CC