Lo confieso, por razón de edad suelo hacer algo que antes no practicaba. Me refiero a la inclinación de abrir la página de este periódico por las necrológicas. Y puedo confesar que las del pasado jueves y viernes fueron pródigas en despedidas de muchos seres queridos y respetados, que en algún momento de la historia brillaron con luz propia. Se han ido mi profesor de Astronomía y Navegación, José Bastida Tirado; la soprano María Orán Curie, el general López Medel; el líder de la escena Eloy Díaz de la Barreda, que ilusionó mi infancia desde Radio Club Tenerife, encarnando a aquel personaje mágico que respondía por Tío Pepote; el restaurador Francisco Poleo, dueño de la Caseta de Madera, y hasta un ministro del Señor, monseñor Elías Yanes Álvarez, arzobispo emérito de Zaragoza y expresidente de la Conferencia Episcopal. No se puede negar, pues, que la dichosa parca ha sido esta vez muy exigente en su elección. Yo, por si acaso, prefiero cambiar de tema si ustedes me lo permiten. De modo que, repasando el baúl de la memoria, me he encontrado con la imagen nada apolínea de Manuel Fraga Iribarne, enfundado en un horroroso meyba verde -en el No-Do salía gris- remojándose con sus acollonados pelotillas en las aguas de Palomares un 7 de marzo de 1966. Eran tiempos inmersos en la ayuda americana del Plan Marshall, nombre del secretario de Estado George Marshall que dio impulso al proyecto de paliar la gazuza de la hambrienta Europa, tras el genocidio nazi. Los que lo vivimos fuimos testigos de aquellas partidas de queso de bola, de color azafranado y sabor indescifrable, que se emparedaba en nuestros bocadillos de pan negro del racionamiento, junto con la jícara de chocolate negro con sabor a tierra. Ante nuestra evidente debilidad económica, la famosa renta "per cápita", todo era asumible por nuestro país, hasta el punto de que los aviones de la Fuerza Aérea yanqui podían permitirse el lujo de estrellarse y dejar el fondo de nuestro litoral hecho un polvorín de bombas atómicas repartidas por las arenas. De las cuatro que perdió el bombardero, tres fueron recuperadas, y una cuarta quedó a más profundidad. Siendo cualquiera de ellas mil veces más potentes que la detonada en Hiroshima. De ahí que el entonces ministro de Información y Turismo, acuñador del eslogan "Spain is different", para paliar el pésimo cartel de nuestra península carpetovetónica, decidió con el embajador americano realizar el chapuzón propagandístico de que nuestras playas radioactivas eran aptas para el baño. Imágenes que han quedado para la posteridad de las nuevas generaciones, que no pueden recordarlas por razón obvia. Como decía, eran tiempos en donde nuestro territorio se podía ceder en alquiler a los hijos del Tío Sam, a cambio de una cobertura defensiva en plena guerra fría. Así surgieron las bases conjuntas -es un decir- nada accesibles a los españoles, y que lo único que generaron fue un comercio de estraperlo para los más espabilados, que implantaron y se enriquecieron con su mercado negro en las capitales más señaladas del país. Todo ello considerando que Europa terminaba en los Pirineos, y que únicamente el bikini, el vino y el aceite de oliva fueron los paliativos para traer de nuevo a los desvaídos centroeuropeos a broncearse en nuestras playas. De todo ello nos ha quedado la secuela de que seguimos siendo un país medio salvaje e indisciplinado, capaz de ser sobresalientes en tolerancia, porque ella es sinónimo de euros, ya que la divisa anterior pereció en un mar de especulaciones y operaciones mercantiles bastante confusas, que hoy serían un exquisito caramelo para las apetencias del ministro Montoro, que ahora va a necesitar más liquidez después del reciente pacto firmado con Economía, de la ilusoria subida del 8% salarial en tres años para los funcionarios, que también dispondrán de un manojo de días para sus asuntos propios -con el eufemismo de "conciliación"-. Conciliación o no, lo del bañador verde esperanza fue un tributo obligado a la servidumbre con los poderosos. Hoy ese matiz solo es un jirón ocasional de un certamen de reinonas erguidas sobre sus pezuñas como los sátiros del cuento. Y es que el populacho visitante necesita su dosis de pan y toros para que nos sigan considerando como salvajes.

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