Vivíamos en el Colegio Mayor San Fernando, dentro del recinto de la Universidad de La Laguna. Allí vivíamos profesores y estudiantes en un magnífico clima de camaradería y de discusión. Era una época vivísima, a finales de los 60, cuando todos éramos revolucionarios o aún no habíamos dejado de serlo. Los profesores no eran todos proclives a los distintos grados de revolución que coexistían en el San Fernando o en las aulas, pero el clima era de tolerancia y de estímulo a expresar ideas que aún no se habían digerido del todo, y que quizá jamás iban a digerirse.

A veces ocurrían disturbios, más provocados por la fuerza pública que por los estudiantes, y venía la Policía, a veces con consecuencias graves, pues la universidad debió hacer valer su autonomía varias veces, contra la intención de los grises, que eran auténticamente grises, de ocuparla y de dar su merecido al estudiantado asustando, además, a los díscolos profesores. Los rectores, don Antonio González, don Benito Rodríguez, don Jesús Hernández Perera, el profesor Fernández Caldas, protagonizaron heroicidades defendiendo, desde sus puestos como rectores, a los estudiantes en condiciones peligrosas y precarias.

Cuando no estábamos en la calle, en la calle Delgado Barreto, por donde llegaban los grises, estábamos dentro del campus, y algunos que nos levantábamos tarde (como yo mismo, que trabajaba de noche en EL DÍA) estábamos dentro del propio colegio mayor. Uno de esos mediodías que se llenó la calle de grises y de manifestantes abrí la ventana y vi ante mi, a lo lejos, la figura de un personaje que además había sido compañero nuestro en periodismo, el policía Benimeli, vestido de uniforme, amenazando a los chicos con sus armas de reprimir. Jamás olvido esa cara de rabia y de rencor de aquel agente que, de paisano, nos parecía un hombre simpático que además quería serlo aún más cada vez que se tropezaba con nosotros por las aulas o por las calles.

Esto es pasado, pero es inolvidable lo que ocurría, por el peligro que entrañaba y por la metáfora que constituía de la arbitrariedad violenta con la que se exhibía la dictadura en La Laguna. La represión fue en serio, hubo un muerto al final de ese periodo, el joven Fernández Quesada, y hubo reprimidos, encarcelados, heridos, perseguidos por sus ideas o por sus acciones, y yo mismo, compañero de viaje de los comunistas de entonces, recibí a la vez persecución y represión por la autoridad competente y, a la vez, burla y escarnio de los compañeros que no me veían suficientemente valiente.

Lo cierto es que esa calle por la que venía la Policía se va a llamar ahora con el nombre del alcalde Pedro González. Me lo acaba de comunicar el hijo de Pedro, Eladio, y me alegró la semana y muchos días. Pedro fue un alcalde extraordinario, un profesor dedicado a la universidad desde la Facultad de Bellas Artes, que contribuyó a fundar; un intelectual comprometido con su tierra y con su país, un liberal socialista, pero no un socialista liberal, sino socialdemócrata, inspirador de la gestión que de esas ideas hizo su querido hijo Pedro Zerolo, fallecido tan temprano, y además antes que él.

Una de las veces que vi a Pedro ejerciendo de alcalde fue al lado del Instituto Cabrera Pinto. Estaba con otros compañeros del ayuntamiento? arreglando una alcantarilla. Me hizo gracia Pedro, ahí, echado en el suelo de la calle, buscando arreglos para no sé qué desperfecto. El artista que lo pintó todo, y con qué vigor, convertido en mecánico de los pozos de su pueblo, riendo, como solía, ante el asombro de los vecinos. Pero era muchas veces Pedro, y sigue siéndolo. Ahora presidirá la calle que tantas veces fue ocupada por los que llevaban la porra. Él llevaba la palabra y los pinceles, y el bastón de mando. Viva Pedro, viva La Laguna, y viva la libertad de la Universidad.