La muerte de Pedro Molina, el pasado 20 de enero, sumergió en el dolor a familiares y allegados, sobrecogió al sector agropecuario de Tenerife y de toda Canarias e impactó muy particularmente en la sociedad lagunera. Para mí fue un auténtico mazazo. Hasta pocas semanas antes del fin estaba convencido de que Pedro superaría la enfermedad, que sobrellevó con humildad, paciencia y elegancia. En su estoicismo no había ninguna afectación. No ignoró la muerte, pero apostó por la vida. Se negó a ser cómplice del miedo y a dejar de disfrutar de las pequeñas cosas. Empezando, por supuesto, por el trabajo. Pedro no podía vivir sin trabajar, sin ampliar horizontes, sin tejer proyectos, sin regalar vida.

La ausencia de Pedro Molina se siente en el corazón, pero también en la articulación y profundización de las perspectivas del futuro de nuestra ciudad, nuestra isla y nuestro país. Era dueño de una lucidez desarmante que se alimentaba de una excepcional inteligencia, de una experiencia dilatada y meditada, de una enorme capacidad para escuchar y para ser escuchado. En una de nuestras últimas conversaciones le pregunté por qué había renunciado a seguir en la actividad política después de sus pocos años como concejal de UPC en el ayuntamiento presidido por Pedro González. Me miró dos o tres segundos y me respondió:

-Pero si yo no he hecho otra cosa que hacer política. Como tú. Como cualquiera. Todos hacemos política de la mañana a la noche, aunque unos se den cuenta y otros no.

-Un ganadero que hace política -le dije con una sonrisa.

-Es mejor que un político que hace ganadería. Hay muchos que se dedican a eso, eh. Solo hay que ver las listas electorales.

Pedro era el mayor y mejor defensor que ha tenido la agricultura y la ganadería en Tenerife. Amaba su mundo, aunque conocía sus imperfecciones y torpezas, porque amor no quita conocimiento. Fue un activista del desarrollo sostenible desde principios de los años ochenta, cuando todavía ni se conocía tal concepto en nuestras islas. Gracias a Pedro Molina entendimos que la actividad agrícola y ganadera no era nostalgia romántica, sino todo lo contrario: un sector primario sólido y moderno representaba un beneficio económico, ecológico y paisajístico para el presente y para el futuro. La tierra no es una posesión, sino un legado que estamos obligados a transmitir. Siempre quiso materializar sus proyectos desde el pragmatismo y la flexibilidad: los principios eran innegociables, pero los proyectos deberían debatirse, compartirse y aprobarse entre todos.

En su último pleno, el ayuntamiento que me honro en presidir aprobó por unanimidad nombrar a este hijo de San Lázaro hijo predilecto de La Laguna. Obviamente no pagaremos así la deuda que tenemos contraída con Pedro Molina, pero sí servirá para recordar su compromiso y su dedicación y emular a uno de los laguneros que más amó su país, su suelo y su aire, su destino de soñador con los pies en la tierra.

*Alcalde de San Cristóbal de La Laguna