Todo ha sido, en las últimas horas, un vértigo. Un gobierno que cae y otro que surge. Y en el trasfondo, la alianza entre el socialismo constitucional con un nacionalismo independentista (22 de Enero, Abalos: "Los independentistas no pueden ser nunca aliados nuestros, ni para una moción de censura"), un "imposible posible" producido por el sentimiento de aversión hacia el liderazgo de Mariano Rajoy.

La clave de todo lo que ha pasado la tiene un partido conservador y nacionalista. El PNV, que hace sólo una semanas salvaba al PP en los Presupuestos Generales del Estado, ha dado un volantazo político y con sus cinco escaños ha inclinado la balanza hacia un nuevo gobierno del PSOE. ¿Por qué? Por la causa nacional. Para buscar una salida a la "cuestión catalana" reforzando al bloque secesionista. Por eso ha terminado dando una patada en el culo a Rajoy. Aunque Pedro Sánchez, desde la tribuna de oradores, tuvo que tragarse el amargo cáliz de comprometerse a gobernar con los presupuestos "antisociales" y dañinos contra los que había votado su propio partido, porque el PNV quiere garantizar sus perritas.

El PP ha sido lanzado a la oposición, donde tendrá que lamer sus heridas. Hay que decidir si la etapa de Rajoy ha terminado y hay que dar paso a una nueva candidata, como Soraya Sáenz de Santamaría, o un barón, como Feijoo. Frente a la tesis de que sus enemigos son los de Ciudadanos, que pescan en su mismo caladero de votos, emerge la sensación de que el peor enemigo de los populares es el inmovilismo, la incapacidad para adaptarse a la cambiante realidad social y la sensación de que necesitan regenerarse desde dentro.

En el otro lado, Pedro Sánchez ha logrado una victoria inesperada e histórica. Pero ese triunfo es una engañifa. Lo resumía muy claro el diputado de Esquerra Republicana de Cataluña, Joan Tardá: el sí a Pedro Sánchez no es un sí a Pedro Sánchez, es un no a Rajoy. Es un sí que en realidad es un no. Y no es un trabalenguas. A partir del lunes, la mayoría que se formó para desalojar al Gobierno de PP se convertirá en otra cosa. Sánchez estará rodeado de enemigos por todos lados.

El escenario de conflicto en temas sociales con la "izquierda verdadera" de Podemos no es tan grave. En el PSOE y Podemos se comparte la necesidad de abordar grandes asuntos como la reforma laboral, la derogación de la perversa "ley mordaza" o el aumento de las pensiones al modesto incremento del IPC. No es en ese terreno donde está la oveja -o sea, la madre del cordero- sino en las cuestiones territoriales y en la estrategia de Podemos de que Sánchez se cueza ahora en su propio jugo en un gobierno en minoritaria minoría.

Podemos y sus confluencias están claramente alineadas con una reforma del Estado enfocada hacia un modelo federal y republicano. Y los partidos de derechas con el objetivo de la independencia, como el PNV y la vieja Convergencia -hoy PDECaT-, han apoyado a las izquierdas porque querían cambiar el interlocutor en Madrid.

¿Cómo va a gestionar Sánchez esa demanda? El PSOE es un partido constitucional. Y Pedro Sánchez es prisionero del estricto marco de un inquilino de la Moncloa. La novedad permitirá establecer un diálogo que se había roto entre Madrid y Cataluña. Pero el diálogo político en términos etéreos acaba en cuanto empiezan las peticiones. Y una cosa no puede ser carne y pescado al mismo tiempo. No pueden existir dos soberanías. Y la Justicia seguirá su rodillo inexorable.

Los meses que tiene por delante Pedro Sánchez en la Moncloa pueden convertirse en una tortura. Y en un desgaste electoral sin precedentes para el PSOE. La primera, en la frente: los partidos que votaron por él acaban de presentar en el Senado un veto a "sus" presupuestos. El PP no lo apoyará. Pero podría enmendarlos parcialmente (quitándole a los vascos algunas perras: "ninguna ofensa sin venganza"). Las cuentas tendrían que volver a votación en el Congreso. Y nos podríamos ver en un estrambote en el que sus aliados votarían para cambiarlas y la "nueva" oposición tendría que votar para conservarlas. Puro marxismo, de los hermanos Marx. Si Valle Inclán levantara la cabeza, diría que el teatro del esperpento se ha convertido en la vida cotidiana de la política española. Y no diría ninguna mentira.