España es un país de curas con trabuco, acostumbrado a ponerle una vela a Dios y otra al diablo. Y profundamente humanitario. Por eso, entre que colocábamos nuevas alambradas de cuchillas cortantes y aumentábamos la seguridad de la valla en Ceuta y Melilla, sacamos tiempo para criticar ácida y despectivamente la xenofobia de Donald Trump, cuando anunció la construcción de un muro para contener la llegada de los "espaldas mojadas" mejicanos.

La inmigración no es un problema, las avalanchas sí. Hasta alimentarnos puede ocasionarnos un grave trastorno si nos metemos un empacho. Las sociedades europeas han absorbido históricamente un moderado contingente de inmigrantes que nos enriquecieron social y económicamente. Pero estos nuevos tiempos han producido conflictos de los que la pobre gente sale huyendo con sus familias, buscando un lugar donde poder vivir. Y esa presión ha provocado un creciente sentimiento de rechazo entre muchos ciudadanos de la Europa rica, que temen por su seguridad y por su modelo de vida. Y a todo eso hay que echarle la salsa de la demagogia de los nuevos populismos de izquierda y derecha que no solo están por cerrar las fronteras a los inmigrantes, sino incluso por separarse de los territorios pobres de su propio país.

Hace no muchos años, Canarias vivió una oleada de inmigrantes subsaharianos. Las pateras llegaron de forma incesante para traernos más de treinta mil personas. Nadie sabe cuántas más se quedaron enterradas en el profundo cementerio del Atlántico. Dando ejemplo de solidaridad, algunos bocachanclas del país pidieron tratar el asunto con la Armada española, no sé si sugiriendo que nos dedicáramos a hacer prácticas de tiro de cañón con aquellas barquichuelas llenas de gente aterida y aterrada. Era la época en la que se compraban pasajes aéreos para mandar mendigos a Madrid. Todo muy responsable. Fueron momentos de confusión en los que las Islas pedían ayuda con escaso eco por parte de las autoridades españolas y europeas.

Al final se hizo lo que se pudo. Se recibió humanitariamente a todas aquellas miles de personas. Se las atendió y alimentó con humanitaria diligencia y se las encerró, también humanitariamente, en centros de aislamiento. Y con mucha humanidad, por supuesto, se las devolvió, en la mayoría de los casos, al continente africano. El asunto se convirtió en un negocio. Las mafias se aprovechaban de los desesperados cobrándoles por un viaje infernal. Y algunos países africanos se dedicaron a recibir a los sin papeles -en muchos casos de nacionalidad desconocida- admitiéndolos como repatriados a cambio de una pasta que apoquinaba, por cada uno, el Gobierno español. Un perfecto y perverso tinglado de economía circular.

El Gobierno del PSOE ha tenido un gesto de verdad humanitario con seiscientas personas rescatadas en el mar. España ha dado ejemplo, por primera vez, a toda Europa. El problema de saber qué hacer con cientos de miles de refugiados es enorme. Y no es fácil de afrontar. Pero hay gestos que marcan la diferencia. Mañana será lo que sea. Hoy queda el ejemplo.