¿Cuánto vale un vaso de agua? Pues lo que alguien esté dispuesto a pagar por él. No es lo mismo lo que valdría el líquido elemento en pleno desierto para un viajero muerto de sed que al lado de un río de aguas cristalinas. El valor de los bienes en el mercado está en relación con su abundancia, disposición y demanda.

Hemos llegado a aceptar como normal algo realmente curioso. Se supone que el precio de los viajes aéreos debería estar basado en una constante que relacione viajero con kilómetros. Los taxis no cobran distinto los mismos trayectos. Es decir, que un avión de cien plazas que recorre una distancia de mil kilómetros tiene unos gastos de combustible, tripulación, tasas, mantenimiento, etcétera, que son siempre los mismos. Para cubrir esos gastos debe vender una cantidad determinada de billetes y por encima de ese umbral empieza a obtener beneficios del viaje.

Pero la realidad nos ofrece un panorama muy confuso. No todos los pasajeros compran sus billetes por el mismo precio y los precios de un mismo vuelo -una misma distancia- pueden duplicarse y hasta triplicarse entre unas fechas y otras. Cuando aumenta la demanda de plazas -navidades, vacaciones, puentes...- los billetes se ponen literalmente por las nubes. Como si una guagua Santa Cruz-Laguna costara el triple los fines de semana. Cuando la gente no tiene previsto viajar, el precio del transporte desciende bruscamente. ¿Por qué si el avión cubre la misma distancia el mismo viaje puede llegar a valer cuatro o cinco o seis veces más en unas ocasiones que en otras? Pues por el principio del vaso de agua. Cuantos más clientes potenciales haya, más posibilidades tendrá el vendedor de ese bien o servicio de comercializarlo a un mayor precio.

La defensa del consumidor ante esos precios de oportunidad sería una absoluta libertad del mercado. Pero no existe. De hecho, es posible viajar de Canarias a cualquier ciudad europea a mucha mayor distancia que Madrid por precios sensiblemente inferiores, lo que hace pensar que la conexión Canarias-Península no funciona por criterios de libre competencia, sino a partir de un inteligente reparto de una especie de oligopolio en donde las compañías pescan en las rentas de un mercado cautivo.

El aumento de la subvención al precio del billete podría convertirse en un perfecto negocio para los operadores si no existe, de alguna manera, una vigilancia de las tarifas. Estamos ante un bien escaso y necesario que está en muy pocas manos. Y la única manera de defender a los usuarios es que haya más manos; aumentar el número de transportistas, para que la libre competencia por la búsqueda de viajeros incentive la bajada de precios. Eso o establecer mecanismos que obliguen a las actuales compañías a rentabilizar su posición dominante dentro de unos límites tarifarios. Porque si no se hace ninguna de esas dos cosas, los canarios seguiremos siendo carne de cañón, como hemos venido siendo tantos años a pesar de tanta subvención y tanta gaita.